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Lollipops

©Miniwallist
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Todos sabemos lo que fue Goytisolo. De la misma manera que conocemos casi a la perfección las aficiones íntimas del poeta de la juventud, Gil de Biedma, y en las mismas líneas podríamos mencionar las biografías de Rimbaud- y su afición a la hora de buscarse la vida, de comprar y vender con esclavos- o Houellebecq: un aficionado de las lollipops conejeras o irlandesas. Este artículo se torcería con las innumerables biografías que a nivel moral saben a jengibre e hígado, pero en eso mismo se fundamenta el entendimiento de una obra artística: el lector debe separar- como bien dijo el buen sadomasoquista de Foucault- la obra de la biografía. La obra nunca debe estar etiquetada por los chismes, o las adicciones que pudiera presentar el autor. El autor es dueño de una vida que puede o no compartir con la sociedad. Un autor, por lo general, es un personaje público sometido/condicionado a la moral de su época.

 

¿Qué sería de Foucault si se hubiera sabido, en vida, de sus paseos nasales por las rayuelas de harina blanca-o morena, si viene de Ketama-? El autor de La arqueología del saber habría sido condenado a un solo golpe: el ostracismo, habría sido silenciado como, hoy, son silenciadas miles y miles de lenguas indiscretas. Si la vida inapropiada, o moralmente sucia, de los autores sale a la luz de los medios de comunicación oficiales sólo nos queda rezar para seguir publicando.

 

Defiendo la libertad del creador, dentro de un marco estético (ético, aunque muchos intelectuales la confunden con la moral). Para juzgar están los jueces y magistrados; no los medios de comunicación. Es superfluo renunciar a «Una temporada en el infierno», porque el autor vendía y compraba etíopes. A nivel ético, Rimbaud o cualquiera de los mencionados, son lo que son; pero como artistas que nadie los toque porque son tan inmaculados como mi Virgencita de Guadalupe.

 

En resumen, separar la obra de la biografía es más sano para aquel que busca realizarse. 

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¡Nacionalismo!

"¿El abrazo del alma?", Mundial del 78 ©Osvaldo Alfieri
«¿El abrazo del alma?», Mundial del 78 ©Osvaldo Alfieri

 

 

A millones de ciudadanos del mundo se les marcan las venas. Están nerviosos. Harían cualquier cosa con tal de que ganara su nación en esta Copa Mundial de Fútbol. Antes de entrar en materia, me declaro amante y esclavo de ese arte y ese sapientísimo- no siempre- universo de estrategias que es el fútbol. Quizás, el macrofútbol me aburre y me asfixia por los comentarios huecos y los tontos útiles.

¿Qué fútbol no me gusta?

 

No me interesan los acuerdos entre los jugadores o los equipos de fútbol cuando de vender goles o fracasos se trata.

 

No me interesa el nacionalismo en el césped.

 

No me gusta el odio en los bares, balcones y/o ataques de histeria. 

 

Este Mundial separa. No existe un sentimiento de fraternidad u ocio fraternal entre los equipos. Eso no existe, en este mundial. La receta para disfrutar de este Mundial es liberar todos los adjetivos «contra el negro y el moro y el diferente: todos ellos son gilipollas, yo no». Siempre he defendido la industria del espectáculo, por muchas razones. Una de ellas es porque no todo el mundo está dispuesto a disfrutar de su tiempo libre con una obra de Becket o una lectura de la Odisea. El entretenimiento puede ser tonto y hueco, pero siempre debe ser sano. Puede rozar lo enfermo, o pisarlo pero el fin del fútbol o cualquier entretenimiento debe ser la salud.