Publicado el

Divina Perplejidad

Así comienzo este artículo, robando respetuosamente el nombre de la obra de Dante para contextualizar en su Florencia natal el hecho al que voy a aludir. No descubro nada si digo que la capital de la Toscana atesora enormes muestras de la creación artística de la Humanidad y que en su seno florecieron ideas e iniciativas que marcaron el decurso posterior de la Historia. Y a eso fui, a verlos y a imaginar a través del patrimonio universal cómo pudo ser la vida en los tiempos del nacimiento del Humanismo. Pero he aquí que en este arrobo sentido por tal tromba de esplendor, cautivado por el colorido y la dulzura de Boticelli, la magnificencia del mármol de Miguel Ángel, el éxtasis ante el reto al vacío de Brunelleschi, la armonía geométrica y ornamental de los palacios y las iglesias, me llega una noticia que paraliza todo el arsenal sensorial que había puesto en marcha para contemplar tanta belleza.

Un querido amigo ha pasado por el trance de una operación delicadísima que pone en riesgo sus facultades. Los médicos han optado por intervenir a pesar del peligro. Tras la operación habrá que esperar para sacar conclusiones acerca del daño posible en sus partes sensibles. Nuestro amigo duerme, sedado. Su familia espera, angustiada. Durante el sueño se conjuran todas las posibilidades sobre el estado de sus facultades. El silencio es un semillero de incertidumbre. Él solo respira. Y nosotros sabemos de su respiración a través de su mujer, que almacena su aliento como una ambrosía para la vida real. Desde la lejanía pareciera que todos hiperventilamos por él. Fabulamos con nuestra voluntad para que el breve caos que ha generado el bisturí en su cabeza recobre el orden de su temperamento entrañable, de su fortaleza anímica, de su gracia inconfundible. Y por fin le toca despertar. Y abre los ojos para enseñarles el corazón a los suyos, a los que esperan junto a su cama desde hace días. Puede que no hable, les han dicho los médicos, o que lo haga de forma irreconocible.

Y de repente, a mí, recién salido de pasear los sentidos por Tiziano, Caravaggio, Boticelli y toda la troupe de pintores universales que pueblan las salas de los Uffizi, maravillado por la oportunidad de extasiarme, me llega un audio con la voz de mi amigo. Con un mensaje esculpido a piedra sonora pero claro y contundente. Y nos dice que se encuentra con ganas de pelea, que nos quiere y que desea que nos veamos para continuar la vida por el pasaje en que la dejamos. Y además añade (porque lo entendemos con toda la claridad que nos da la emoción) que ha sentido en sus carnes todo el calor con que hemos rodeado la atmósfera gélida de su circunstancia.

Ahí está la perplejidad. La belleza espléndida, el asombro mudo ante el genio del ser humano se hace a un lado para gozar de la arteria principal que nos suministra el aliento: el amor, la vida, el quiebro ante la adversidad que nos devuelve a los nuestros. En una alquimia imposible, arte y vida se me funden en el nombre de nuestro amigo, y lo celebro con el estremecimiento del espíritu que no se para a distinguir entre ambos. Hay un latigazo de felicidad lubricado por la emoción estética de los cuadros renacentistas que vuela hacia la habitación donde él comienza a retejer su temple de hombrón cariñoso. Y noto que la admiración, toda la admiración de que soy capaz de albergar, la dirijo hacia su familia y hacia la voluntad de este vasco fraterno para ganar esta batalla.

Publicado el

A todas luces, una terapia

Contaba García Márquez en una de sus crónicas escritas en los años 80 titulada Mi otro yo que se levantó una mañana en Méjico con la reseña de una conferencia que había dado el día anterior en Las Palmas de Gran Canaria, cuando la pura realidad era que nunca había pisado nuestra tierra. Y aprovecha el artículo para relatar las múltiples ocasiones en que fue señalada su presencia en lugares en los que no había estado, así como episodios cuyo protagonismo se le había atribuido faltando a la verdad. En concreto me causó gracia la carta que le había mandado Air France, a instancias de una queja del escritor, disculpándose por el maltrato que había recibido por parte de una azafata, cuando, según sus palabras, era tanto el pánico que sentía por volar que ni siquiera se percataba del trato dispensado y todas sus energías se concentraban en agarrarse al asiento para que el avión se sostuviera en el aire.

Ese desdoblamiento de personalidad propiciado por la equivocación (o la malicia, claro) de otros no es infrecuente y le abre a uno un breve espacio de fantasía para enajenarse y soñar con otro rol, cansado tal vez de arrastrar el mismo cuerpo o el mismo historial día tras día. Algo así me sucedió hace poco, cuando recibí varias llamadas de una compañía eléctrica preguntándome si ya me habían arreglado la avería de la que yo había dado parte y pidiéndome que hiciera una valoración de las atenciones recibidas. Afortunadamente, todas mis luces funcionan, al menos eso me dicen mis amigos (no sé si por no preocuparme), por lo que no tuve necesidad de quejarme a la compañía. Además, caí en la cuenta de que aquella no era la empresa que me suministra electricidad, y concluí que los duendes de la numeración telefónica habían jugado una mala pasada a los empleados.

Pero entre la primera y la tercera llamada (había rechazado las dos primeras), todas realizadas con el fatigoso mecanismo del algoritmo, me dio tiempo a pensar en esa concurrencia de circunstancias que implica a varias personas de distinta condición. Por ejemplo, ¿qué más me daba decirles que ya estaba subsanada la avería y que me hallaba satisfecho por las atenciones, cuando esa evaluación podría repercutir en la consideración de la empresa hacia los trabajadores? Era una buena obra, sin duda, a coste cero por mi parte. Y por un momento me sentí un usuario feliz que había recuperado sus luces, desplomadas por un instante, y al mismo tiempo un boy scout con la buena obra del día consumada. Hasta las oficinas de mi no compañía, volaba mi gratitud hacia mis no trabajadores, con todas mis energías intactas, incluida la de mi verdadera empresa suministradora. Pero, de pronto, ese impulso de bonhomía recibía la primera en la frente: ¿qué pasaba con el afectado por la avería?, ¿con mi gentileza de otro yo volátil el usuario seguiría con sus luces perjudicadas mientras los operarios se frotaban las manos por una tarea cumplida sin mancharse ni mente ni cuerpo?, ¿iba a respaldar a una empresa que, como otras, ha estado especulando con las necesidades de la ciudadanía?

Y entonces regresé a la desabrida realidad del único yo, que resuelve tan mecánicamente como el algoritmo y le aclara a la telefonista que se hallan en un error. Sin embargo, ese breve instante en que navego por el tiempo ejerciendo de otro yo que se ubica en cualquier lugar de España, y al que se le han fundido eventualmente los plomos, y que por obra de unos diligentes trabajadores reconquista sus luces para no andar a tientas, ese breve instante, repito, es pura terapia para combatir el pensamiento rectilíneo.

Publicado el

Manolo I de La Isleta, risa oficial de las islas

Hay un niño corriendo delante de una madre que lleva una alpargata en la mano. Hay una mujer que se encuentra a otra por la calle y se hablan por señas, y se hacen regañizas sin que se les escape ni una letra de la conversación. Hay un fumado que entra en la guagua para ir a trabajar por primera vez y se baja en la parada siguiente alegando que tampoco hay tanta prisa. Hay un cuñado que ejerce de ingeniero sin arrimarse mucho al fuego que su compadre lleva encendiendo hace una hora. Hay un vaso de Clipper sobre la mesa y una fiambrera con una ensaladilla rusa sobre la que naufragan una aceituna y diez tiras de pimientos morrones. Hay una señora que se llama Maruquita, y un niño que se llama Alersi, y un matao conocido por Feluco.

Y hay un mago que toca este paisaje humano con su acento cruzado de la retranca de Monagas y de la dicción popular de La Isleta, y todo lo que es caricatura se vuelve carne de isleño, y la Historia cobra otra dimensión sin faltar a la verdad.

Ay, Manolo, que me descuajeringas las mandíbulas, carajo. El Chistera se convierte en un aquelarre de carcajadas y de estómagos dolientes que lloran desternillados con el espejo que el mago les pone delante, para que se vean sus propias vergüenzas rehogadas en su fabulosa parodia. Chacho, chacho, chacho.

No hace falta más para la magia. El rugido del mago sobre el micrófono basta para que comience el desfile. A veces un niño se queja, ño, maaa, yo no fui; a veces una alpargata habla sola, esta ves alcansas, mira que te lo ha dicho; un borracho eruta; un travesti luce todas las plumas; un bocadillo de chorizo de Teror se lleva tres estrellas Michelín; un peninsular aprende un idioma nuevo. Es así como un isleño se siente archipielágico.

Ahora el mago deja a un lado el micrófono y queda para siempre adherida al aire una socarronería sana que no perece, porque está hecha con madera de ingenio, con la burla de nuestras manías y ridiculeces. La voz grave del mago, las inflexiones de la mujer protestona o del afeminado saleroso, van flotando desde el recuerdo a las calles del barrio de su infancia, y desembocan en las quijadas de todos los canarios de bien, que celebran su existencia y su poder infalible para la gracia.

 Maaaa, dise el cura que allárriba no se pué reí uno. ¿Y entonse Manolo?

Qué sabrá el cura. Que espere a las próximas navidades, que ya los santos están cogiendo sitio para verlo.