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A favor de Francia

 

 

He discutido, deporte maravilloso que suelo practicar desde la dialéctica, y no desde la violencia, con un sirio: refugiado de guerra y paz, sombra dentro del paraguas de protección de refugiados de guerra que tiene Noruega. En algún momento me preguntó sobre mi opinión sobre Francia, le respondí de manera positiva. Me llamo estúpido sin mirarme a los ojos. Estábamos en una cena, no le respondí al adjetivo ni a las subordinadas ordinarias:

 

Imperialista, los franceses nos han matado.

 

Se retrató solo, vive en el pasado y, por supuesto, no es tolerante. Me dolió Francia y los franceses, qué culpa tendrá Sartre o Édouard Louis de las fechorías de sus antepasados. Este es una reflexión de cómo una víctima a ojos de la administración se convierte en verdugo que escupe, como hizo, en nuestra conversación, miles de insultos contra la migración eritrea en el reino noruego. Por supuesto, siempre hay sitio para el postre: homofobia en copas de cristal de bohemia. Sujetó su copa, miró a la inmensidad y me dijo que yo no tenía nivel para hablar con él. Reconozco que nunca me habría esperado, hasta ese momento, un comentario así de un ciudadano que comparte pasaporte con Nizar Qabbanni. En el fondo es un pena que haya radicales disfrazados de H&M, laca y perfume de Paco Rabanne defendiendo todo aquello por lo que ha luchado el Estado noruego desde la Segunda Guerra Mundial. Este tipo de personajes que desayunan dos veces, mientras maldicen al panadero, crean odio y empatía a partes iguales. Son dos mitades de un todo: dialogar y fomentar la integración es una tarea esencial.

 

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La explotación moderna

 

Lo de la explotación moderna no tiene fronteras, allá donde haya seres humanos habrá explotación- amo/eslavo a lo hegeliano-. Incluso en las sociedades más avanzadas como son las germanófilas o las escandinavas sigue existiendo este fenómeno, porque Hobbes no ha muerto: el hombre es un lobo para el hombre, y sin duda el más grande siempre intenta (queriendo o no) aplastar al más débil. Existen jornaleras de las fresas en el sur de Europa, pero también en el norte: trabajan como esclavas; no cobran por hora como los demás; haya frío, calor, tormenta, hielo. Pobres manitas, pobres mujeres que cobran por kilos recolectados, y soportando la autoridad de un oligarca que no sabe escribir su(s) nombre. El fenómeno de las jornaleras no es exclusivo del sur de Europa, sino de todo el mundo: trabajadoras mujeres (muchas polacas, otras lituanas, algunas tailandesas y pocas eslovacas) que se matan a trabajar por un precio irrisorio. Es duro, es explotación moderna que dice mucho del Estado que lo permite, y por supuesto, del empresario que contrata a estas obreras. Estamos hablando de unas señoras que cobran X, y el treinta por ciento de esa X es para el alquiler: un dinero que va al patrón y casero, que casi siempre es la misma persona/deidad.

 

Podrá usted, señor lector, decir que no están cualificadas: no hablan idiomas, no están integradas en la sociedad y mil excusas más para tapar una realidad: están trabajando, son efectivas y productivas. ¿Y? Pues, tienen que cobrar por hora, como el resto profesiones; crearles un convenio con precios democráticos, igualitarios. No se puede poner a un hombre de treinta años y a una mujer de cincuenta en el mismo puesto de trabajo cobrando: no por hora trabajada, sino por kilo recogido. Eso es ser muy listo. Todos podemos ser listos, ser listo es un deporte que se entrena. Pero, usted, además de listo, es injusto.

 

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Conecta el cargador democrático

 

 

 

Miguel de Unamuno, el primer nudista de Fuerteventura, no se equivocó cuando afirmó que el nacionalismo se cura viajando. A ese nacionalismo le podríamos añadir el patriotismo, el patriotismo mal entendido que no deja de ser una de las muchas formas que tiene el leviatán del racismo y la xenofobia para camuflarse entre las buenas gentes. Con esta afirmación no quiero decir que el nacionalismo como concepto e ideología sea algo que incita al salvajismo absurdo del racismo, no: qué Dios me libre de afirmar tales cosas, porque no todos los nacionalismos son iguales. Creo que el nacionalismo local, regional, autonómico de un territorio determinado no funciona de la misma manera que a nivel estatal; el nacionalismo pequeño es un mecanismo de defensa sobre algunas políticas estatales: donde el grande se come al pequeño- concepto acuñado por Herbert Spencer y retomado por Charles Darwin-. El peligro tiene un nombre: el nacionalismo estatal, el nacionalismo supranacional donde se le hace creer a un pobre obrero que su estado y/o identidad es superior a la de los otros; está desaprovechada o mal aprovecha. Es el mismo discurso que algunos partidos políticos han adoptado: todo lo que sea diferente debe ser aislado, analizado, analizado otra vez y finalmente condenado al ostracismo. Por fortuna y alegría de la libertad existe otra señora muy elegante llamada democracia, existe la democracia que va en contra de los extremos y los odios. Acaso ese hombre falangista-salafista que va en contra de las minorías débiles habrá viajado; habrá visto mundo más allá de alguna reunión en Londres o Berlín con el exilio iraní; habrá trabajado fuera de su zona de confort: fuera de su campo y sus vacas; habrá visto una puesta de sol sin quejarse, sin llenarse de odio porque a dos metros paseaba un asiático (este es otro elemento del nacionalismo estatal, es decir del falangismo-salafista: negar al otro, el otro no puede ser mejor que yo. Yo soy Felipe II, afirma el Barbas).

 

No hay mayor cura para el nacionalísimo que irse al extranjero a trabajar, salir de España; salir del nido; salir de la zona de poder y confort. Vivir, sobrevivir y querer al otro como a uno mismo sin esas etiquetas primitivas que lo único que hacen es avergonzarnos ante la comunidad internacional. Conecta, amigo que debes cambiar, el cargador colorido de la democracia y vive: vive y deja vivir en libertad; relájate y deja de creerte emperador de España.