A favor de Francia
He discutido, deporte maravilloso que suelo practicar desde la dialéctica, y no desde la violencia, con un sirio: refugiado de guerra y paz, sombra dentro del paraguas de protección de refugiados de guerra que tiene Noruega. En algún momento me preguntó sobre mi opinión sobre Francia, le respondí de manera positiva. Me llamo estúpido sin mirarme a los ojos. Estábamos en una cena, no le respondí al adjetivo ni a las subordinadas ordinarias:
–Imperialista, los franceses nos han matado.
Se retrató solo, vive en el pasado y, por supuesto, no es tolerante. Me dolió Francia y los franceses, qué culpa tendrá Sartre o Édouard Louis de las fechorías de sus antepasados. Este es una reflexión de cómo una víctima a ojos de la administración se convierte en verdugo que escupe, como hizo, en nuestra conversación, miles de insultos contra la migración eritrea en el reino noruego. Por supuesto, siempre hay sitio para el postre: homofobia en copas de cristal de bohemia. Sujetó su copa, miró a la inmensidad y me dijo que yo no tenía nivel para hablar con él. Reconozco que nunca me habría esperado, hasta ese momento, un comentario así de un ciudadano que comparte pasaporte con Nizar Qabbanni. En el fondo es un pena que haya radicales disfrazados de H&M, laca y perfume de Paco Rabanne defendiendo todo aquello por lo que ha luchado el Estado noruego desde la Segunda Guerra Mundial. Este tipo de personajes que desayunan dos veces, mientras maldicen al panadero, crean odio y empatía a partes iguales. Son dos mitades de un todo: dialogar y fomentar la integración es una tarea esencial.