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Abel Posse y las estrategias

Da miedo la velocidad con que transcurre el tiempo. Los que vivimos la Transición con los ojos bien abiertos, creímos que, una vez aparentemente neutralizados los famosos ruidos de sable, después del tejerazo (and company), la llegada de los socialistas al poder y la entrada, en 1986, de España en lo que hoy es la UE, podríamos vivir una madurez y más allá de tranquilidad, como pensábamos que vivían los alemanes, holandeses o franceses de entonces. Esperábamos vivir en esa Europa avanzada en la que los españoles  que aborrecen el olor a rancio intentaron alcanzar desde la segunda mitad del siglo XIX, que entonces se llamó regeneracionismo y que basaba ese tipo de vida en la educación y la cultura como base de un futuro más igualitario, lejos de aquella España que venía de las servidumbres caciquiles que nos hicieron perder todos los trenes: el de la Edad Moderna, el de las revoluciones Inglesa y Francesa y por último el de la Revolución Industrial.

 

 

Fue un espejismo, porque ya, a mediados de los noventa, nos dimos cuenta de que todo aquello formaba parte de un proyecto mundial, diseñado para que, en unas décadas, el planeta estuviese en manos de unos pocos. Ya entonces, y justamente apenas cayó el Muro de Berlín, Alemania y el resto de los países europeos avanzados dejaron de ser ese ideal paraíso del Estado del Bienestar. Entonces empezó a hablarse de globalización, y recuerdo unas declaraciones de Felipe González a finales de los 90, en las que decía que el debate sobre subirse al carro o no era inútil, porque ya era un hecho irreversible y lo que habría que plantearse es cómo encajar en ese nuevo sistema que se impondría lenta pero inexorablemente en todo el mundo, especialmente en Europa y América.

 

Por entonces visitó la isla de Gran Canaria el escritor y diplomático argentino Abel Posse, que en aquellos momentos era embajador de su país en Praga. Posse fue un magnífico novelista, que llegó a obtener el Premio Rómulo Gallegos por su novela Los perros del paraíso, que se concedía en Venezuela y era hasta no hace tanto el máximo galardón que podía alcanzar un novelista en nuestra lengua. Vino en calidad de escritor a dar unas conferencias literarias, pero no podía separarse de su condición de observador de la política en primera línea, pues trabajó en muchas embajadas y luego ya fue embajador en Israel, Praga y otros destinos de primer orden, hasta su retirada en los albores del siglo XXI. Si bien gozó de una estimable popularidad en aquellos años, su obra se ha quedado un poco oculta por esos azares editoriales, pero puedo garantizar que es uno de los grandes nombres de las letras en español en el siglo XX.

 

Tuve ocasión de hacerle una larga entrevista, siempre literaria y cultural, pues la advertencia inicial fue que, en su calidad de embajador en Praga, no entraría en asuntos políticos. Y así fue. Pero luego hubo una sesión de fotos con Tato Gonçalves, unos cafés y tal vez algo más, y se le soltó la lengua, siempre bajo la petición de que no hiciéramos uso de lo que nos contaba. Aquella entrevista sí que habría tenido un gran valor, pero era impublicable. El escritor y diplomático cogió el hilo y nos tuvo enganchados a su palabra varias horas. En momentos nos parecía muy informado, pero en otros nos contaba tales cosas que Tato y yo nos mirábamos con cierta incredulidad, porque lo que decía era tremendo y apocalíptico, y parecía que muchas de sus predicciones eran fruto de la tópica verborrea argentina.

 

Dijo cosas tan interesantes que, cuando llegué a casa las anoté en una libreta. Lo hice casi en broma conmigo mismo, pero el tiempo me ha hecho saber que aquellas notas eran profecías mucho más exactas y concretas que las de Nostradamus. En realidad, no era un profeta, era un hombre muy inteligente que escuchaba aquí y allá, como el que se pasea por una mesa de póker y ve a hurtadillas las cartas de todos lo jugadores. Era un auténtico oráculo; lo que el vislumbraba en 1995, sabiendo el juego de muchas cancillerías, se ha ido cumpliendo casi matemáticamente, desde los atentados de las Torres Gemelas, las futura Guerra Santa instigada desde países árabes, las crisis financieras, el caos de América Latina o el cambio climático. Hasta nos habló de que antes de 2010 llegaría a la Presidencia de Estados Unidos alguien diferente, fuese afroamericano, hispano o una mujer, como coartada de un cambio para seguir haciendo lo mismo. Cuando supe que Obama se presentaba a las elecciones tuve la seguridad de que ganaría y de que Abel Posse podría haber escrito el futuro.

 

Si lo cuento ahora es porque el gran escritor falleció en 2023, y, además, la mayor parte de sus profecías, se han cumplido. Estamos en el caos que no podíamos imaginar hace 30 años, y desde luego existe en mi generación y en las aledañas la sensación de que nos timaron, y encima azuzan a las nuevas generaciones para acusarnos de que somos unos vendidos. Muy triste, lo vemos cada día en las redes sociales. Por eso, cuando veo a donde nos lleva la política, siempre cabalgando la mentira y la manipulación (no salvo a nadie), y habiendo constatado que todo este deterioro obedece a una estrategia (no es una conspiración) de quienes mueven el mundo, tiemblo cuando recuerdo al escritor argentino cuando nos decía que una posibilidad de amarrar cabos sueltos podría ser paralizar el planeta unos meses, bajo una amenaza cualquiera (enumeró varias). Cuando Pedro Sánchez cerró el país en marzo de 2020, volví a acordarme de Abel Posse, y a estas alturas puedo creer cualquier cosa. Que conste que tengo todas las vacunas contra la covid-19, porque sigo siendo un escéptico de las conspiraciones, pero empiezo a considerar posibles las grandes estrategias.

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A lo mejor hasta llueve

El invierno está pasando de puntillas, aunque veamos en los telediarios nevadas y escorrentías en otras comunidades españolas. Las cifras de lluvia de este invierno 23-24 en Canarias son muy duras, su ausencia baja a lo más ínfimo desde que tenemos registros, aunque no me extrañaría que, perdidos en esos recovecos de la historia, haya habido algunos inviernos tan pobres en agua como este, y sí que hay documentación que indica que, alguna vez, bajaron a La Virgen del Pino a la Catedral de Santa Ana en procesión rogativa pidiendo lluvias. Aparte de que el cambio climático y el fenómeno El Niño estén haciendo de las suyas, los que ya nos hemos dejado más de un pelo en la gatera oímos en nuestra niñez hablar de “El año de la seca”, que también es el título de una novela de Víctor Álamo de la Rosa, que es una licencia literaria puesto que su argumento nada tiene que ver con la ausencia de lluvias. Y siempre se invocaba tal año como un tiempo muy lejano y hasta se convirtió en una expresión que definía un tiempo distante y anterior, como el año de la pera, del cólera, de la reconquista o de Maricastaña.

 

 

Sé que los años 1949 y el siguiente fueron muy secos en el conjunto de España (y muy fríos, curiosamente), y también en Canarias, pero ignoro cuánta agua recogieron los pluviómetros, pero sí que fue una gran ruina agrícola en tiempos en los que en gran parte se sobrevivió en España gracias a las sobras del Plan Marshall, que nos limosnearon casi de tapadillo para no hacer mucho ruido, porque lo que entonces se llamaba “El Mundo Libre” ya había decidido que Franco muriese en la cama, se hacía el camino para el ingreso de España en la ONU (1955), puesto que era un territorio que la OTAN necesitaba… Pero esa es otra historia. También es sabido que la década 1910-1920 fue especialmente seca en Canarias; generó tanta miseria que fue uno de los detonantes de la masiva emigración a Cuba (la del medio siglo fue la de Venezuela). Incluso, podemos recordar algún año en el que no llovió en invierno, pero en primavera hubo lluvias copiosas en abril y mayo, como no se recordaban en esas fechas. Así que, la esperanza es lo último que se pierde.

 

 

Es evidente que estoy tratando de eludir el uso de la palabra que define a los antifaces sanitarios. Como su impronunciable nombre indica, esas tapabocas profilácticas han salido más-carillas de lo que en realidad costaban. Está el patio muy alterado, y empezamos a temer que hayamos coincidido en la cola del cine o del ferry con alguna de las personas cuyos nombres están expandiendo lo ventiladores y alguien haya hecho una foto. Ya estamos otra vez, o la misma, don Antonio Machado, charanga y pandereta a todo tren, y está en su salsa “esa España inferior que ora y embiste, cuando se digna usar la cabeza”. Los curas se han quitado la careta y, los más entusiastas, quieren resucitar a Franco, que, dicen, salvó a La Iglesia Católica, no solo de España. Ya me imagino a Pío XII siguiendo las directrices que el Centinela de Occidente le dictaba desde la habitación del Palacio de El Pardo en la que nunca se apagaba la luz.

 

 

Ahora, los curas ultracatólicos, rezan para que el Papa Francisco se reúna con Dios lo más pronto posible. Pocas veces asistimos a un disparate mayor, pues se supone que los creyentes deben seguir la estela que marca el obispo de Roma, y no al revés, marcarle los pasos como imaginan que hacía el ocupante del El Pardo durante casi 40 años. Estos curas toledanos se permiten hasta hacer bromas macabras, pues si se pasan el día orando y embistiendo como dice Machado, consideran que no oran con suficiente fuerza, y se parten de risa. Todo muy severo y recogido. Parece que Dios no los escucha, debe de estar en otra cosa, que desconocemos, por aquello de que sus caminos son inescrutables. Si no fuera por eso, el papa Bergoglio hace tiempo que estaría en esa Argentina de algodón con Gardel, Evita, Borges y Maradona. Y, la verdad, el Papa Francisco me cae bien, porque creo que de todos los que he conocido (y van 7) es el que más se asemeja a la imagen evangélica de Cristo, hombre antes que cualquier otra cosa. Es el más pontífice de todos, siempre trata de construir puentes, aunque me parece que clama en el desierto. Más incluso que Juan XXIII (perdón, que ya es santo), quien, seguramente por la artrosis, no se bajaba de la silla gestatoria. Francisco va en silla de ruedas, como cualquier otro ser humano.

 

 

Estos curas tan dados a orar por cosas muy raras, deberían hacerlo para que llueva, pero eso a ellos no les importa, porque se han metido en una película que me parece que no tiene un buen final. También podrían rezar para que algunos arcángeles ociosos se pusieran las pilas y se ocuparan de detener el abandono de los ancianos, los baños de sangre contra personas inocentes e inermes, la soledad de los sin techo o la violencia sistemática contra las mujeres, aunque esto último no les parezca que existe, y me baso en las barbaridades que salen de los púlpitos. Les aseguro que, si el Jesucristo que nos cuentan en los Evangelios (mejor todavía si son apócrifos) se hiciera hombre de nuevo, aparecería blandiendo el látigo con el que echó a los mercaderes del Templo. Solo espero que sobrevivamos a tanta desidia, que dentro del caos las cosas vayan saliendo (las manzanas se colocan solas en el cesto) y que tantos mesías desenfrenados, que andan por aquí y por allá vociferando, se queden afónicos porque estamos hasta el gorro de escuchar fantasmadas. Y ya si eso, quien haya delinquido que apechugue, pero no nos den la murga permanente, que la vida es otra cosa, y a lo mejor hasta llueve.

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El hoyo de Saramago

Cuando alguien dice lo que muchos no quieren oír, lo habitual es que sea tachado de desconocedor de lo que habla (ignorante, por ser claros) y puede incluso que sea acusado de desleal a quien nunca se ha jurado lealtad, o a quien pretende que los demás digan solo lo que a ese alguien le conviene (o cuando no se piensa lo mismo). El caso es que sé que este artículo no va a levantar oleadas de entusiasmo, pero tengo la obligación de decir lo que pienso, porque a veces callar puede convertirte en cómplice de quienes creen que expresarte con claridad equivale a una agresión, o llegan a invocar grandes palabras como traicionar a la sociedad, o más solemne aun, a Canarias.

 

 

No me gusta ser maximalista ni entonar proclamas apocalípticas, pero, si abrimos los ojos y sumamos dos más dos, tendremos que convenir que Canarias está en una emergencia histórica, que va por la cuerda floja sobre un abismo, y, lo más grave, parece que hay una pátina de silencio o que, quienes lo ven entierran la cabeza como las avestruces, porque son partícipes de ese estado, porque no saben cómo salir del laberinto o, todavía más terrorífico, porque creen de verdad que estamos en un gran momento y que todo lo que se diga son especulaciones conspiranoicas. Pero, como en el cuento de Monterroso, cuando despierten, el dinosaurio todavía estará ahí, y si no despiertan también.

 

 

Eso que he dicho en el anterior párrafo, traducido al román paladino, quiere decir que nos estamos yendo al carajo como en ningún otro momento de nuestra historia; no exagero, porque cuando sucedieron las muchas crisis que hemos padecido, el drama afectaba a treinta mil personas, a doscientas mil, y no a todas, y en estos momentos, si se produce el colapso, afectaría a más de dos millones, y solo el 5%, ciento diez mil, estarían en condiciones de largarse tranquilamente a Londres, a Bilbao o a Kuala Lumpur. Pero es precisamente ese 5% el que, desde siempre, ha tenido y tiene la sartén por el mango, y sigue usando en 2024 el mismo sistema que hace cincuenta, cien o trescientos años.

 

 

Todo eso de las urnas y la soberanía popular depositada en el Parlamento, en los cabildos y los ayuntamientos, vigilados por el gobierno central y la Comisión de Bruselas, es la manera de justificar el desastre que los favorece, y nos hacen creer que se llama democracia (que conste aquí que deploro expresamente cualquier aventurerismo político, pues si no me tragué el mensaje a Moisés en el monte Horeb, de una zarza ardiendo sin consumirse -Yaveh-, menos voy a creer a tanto iluminado como anda suelto, venga de donde venga). Solo invoco el sentido común, la lógica elemental, incluso las matemáticas, que ponen en números indiscutibles los vagos discurso con que tratan de enredarnos.

 

 

Decía Saramago que, si te estás hundiendo en un hoyo, lo primero que tienes que hacer es dejar de cavar. Pero aquí cada vez el hoyo es más profundo, y no veo siquiera que se piense en dejar de cavar. Parece que los mesías canarios de la política, la economía y de todo lo demás han sido invocados por un tajinaste ardiendo con un mensaje redundante y por lo mismo muy claro: turismo, turismo y turismo. Por supuesto, es el motor de nuestra economía, lo que pasa es que tira de forma asimétrica, pues la transmisión hace que una rueda tenga mucha fuerza y las otras apenas sirven para dejarse arrastrar, pero aguantan.

 

 

Si digo que cualquiera puede ver -y pudo prever- lo que ahora ocurre, no creo traicionar a nadie, y menos a mí mismo, porque, desde hace más 40 años debo haber escrito centenares de artículos en los que he defendido la diversificación de la economía, he recordado la enseñanza popular de no poner todos los huevos en el mismo cesto. No he sido yo solo, mucha gente ha clamado en el desierto, y lo que hace veinte o treinta años se veía como una hipótesis, ahora es una realidad. Lo más triste es que quienes pudieron cambiar el rumbo de las cosas no movieron un dedo; es más, ahora que no hace falta utilizar la lógica básica para ver el disparate en que estamos metidos, se sigue cavando en el hoyo. Decían que la pandemia era una oportunidad para tratar de cambiar el rumbo, pero desde que empezaron a llegar de nuevo millones de turistas se olvidaron los buenos propósitos.

 

 

No demonizo el turismo, digo que Canarias por su sensible geografía, por su escasez de suelo, por su demografía digna de Indochina, no puede aguantar este ritmo. Es más, incluso pretenden más turistas, más negocio, más pisos turísticos en una tierra en la que la vivienda va camino de convertirse en un drama social, pues ni la compra ni el alquiler de una vivienda digna está al alcance de la mayoría de los habitantes de Canarias. Como botón de muestra, hay un cabildo que está haciendo promoción para que pasen aquí todo el año extranjeros que hacen teletrabajo, que pagan sus impuestos en otro país y pueden pagar alquileres caros porque los salarios de aquí le dan risa a un holandés o a un escandinavo.

 

 

Todos los problemas derivados vienen de ahí, porque los canarios no tienen donde vivir y andamos locos por ser sede del Mundial de fútbol (cueste lo que cueste) porque, dicen, hay que dar visibilidad a Canarias. Si supieran que Canarias es visible para Europa y el mundo incluso mucho antes de que pasara por aquí Cristóbal Colón, no haría falta gastarse tanto dinero en promociones, festejos, ferias y otras atracciones (que ya se han convertido en una peligrosa economía paralela). ¿Para mejorar los salarios, la sanidad, la educación, la vivienda, los servicios sociales y el bienestar del 95% de la población? No; para traer más turismo y seguir cavando en el hoyo de Saramago. Pero que no cunda el pánico, en junio vendrá Marc Anthony a salvarnos.