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Las certezas peligrosas

 

Como ya nada parece lógico en la actualidad que nos habita, me niego a usar la terminología política que nos inunda por tierra, mar y aire cada día, y he tenido la tentación de hacer un recorrido por los insultos tan de moda en el Prime Time, porque lo de los insultos es tan agotador como el lenguaje barriobajero pseudojurídico que tan bien manejan los políticos (y políticas, no crean) y los comentarista perfectamente alineados (¿o se dice alienados?) al lado de su ideología, que tampoco es tal cosa porque sirve para un fregado y para un barrido; es decir, que tampoco sé si es interés o es capital. Así, se me han ido cerrando los caminos y lo único que se me ocurre es comentar los comentarios.

 

Esta semana, me ha dado por echar un vistazo a las artes plástica y la simbología, que también tiene carrete para imaginar lo que mejor nos parezca. No estoy cabreado con nada de lo que comento, simplemente me resulta curioso y a veces incomprensible. Y cuando no entiendes algo, lo mismo te da la risa, porque hay que tener buenas tragaderas para meterse entre pecho y espalda estudios minuciosos sobre obras de arte, que, como te despistes, son intercambiables, y lo mismo sirve para comentar la luz de los cuadros de Sorolla como para interpretar las bandas de colores que se ven detrás de la figura central de El Grito de Munch. Entiendo que hay que hacer muchas tesis doctorales, que hay que indagar en la Historia del Arte y a menudo buscar la enésima cabriola para conseguir notoriedad, pero hay cosas que llaman la atención, porque se aventuran teorías que causan perplejidad, porque es como buscarle el punto y la coma al manuscrito de La Regenta.

 

Por lo que he leído, unos investigadores han llegado a la conclusión de que los personajes de Venus y Marte, del cuadro del mismo título pintado por Botticelli en el siglo XV, estaban drogados. Hombre, la verdad es que aparecen un poco idos, como Greta Garbo en La Dama de las Camelias, pero ellos se basan en que en una parte del cuadro aparece una planta que tiene efectos narcóticos. Plantas hay en el cuadro, pero muy ambiguas, y seguramente los investigadores tienen razón, pero incluso, aunque se pudiera documentar que es esa planta, nada indica en el cuadro que Marte y Venus se la hubieran fumado. Ella aparece bien despierta y él duerme, vaya usted a saber si rendido después de una batalla (hay muchas clases de batallas).

 

Ah, ya, la simbología. Puestos a buscar símbolos, podríamos decir que los personajes del cuadro de Van Eyck El matrimonio Arnolfini están a punto de divorciarse porque los zuecos que aparecen en el inferior del cuadro no están alineados correctamente, o que los personajes centrales de La Rendición de Breda, de Velázquez, son claramente homosexuales porque están camino de besarse y porque las lanzas repetidas del fondo son un símbolo fálico de primer orden. ¿No se han preguntado los críticos que tal vez el pintor solo quiso pintar lo que aparece en el cuadro? Y si hay simbologías, saltan a la vista, no hay que forzarlas.

 

Y es que ahora, además de en el arte, los comentaristas buscan en la mitología. Pero la cosa es más básica, vivimos entre depredadores y cantamañanas, o bien ambos sean esto último. El cantautor, poeta, humorista y vividor impenitente Facundo Cabral se encomendaba a su abuelo para decir que a nada tenía más miedo que a los pendejos (cantamañanas en este lado de la Mar Océana), y aunque el abuelo era coronel afirmaba que es un frente imposible de cubrir, porque son muchos y cuando votan hasta eligen al presidente. La palabra pendejo aplicada a una persona tiene muchos matices en todo el ámbito de la lengua, pero en nuestro espacio podríamos hacerla equivaler a «persona que cree que lo sabe todo, que lo merece todo, que puede conseguirlo todo sin esfuerzo y por consiguiente minusvalora o incluso desprecia cualquier cosa que hagan los demás, y trata de hacer creer que si él o ella no lo ha hecho es porque no se lo ha propuesto, pero, desde que se ponga, lo hará mejor que nadie». Larga definición, pero es que se trata de un espécimen muy complejo.

 

Si Ionesco hubiese llevado al teatro situaciones reales de nuestro siglo XXI, lo habrían tachado de exagerado incluso en el contexto del teatro del absurdo, porque lo que hoy sucede puede ser tan imposible e inverosímil (absurdo, en definitiva) que ni siquiera cabría en el formato mental de obras como El porvenir está en los huevos o La cantante calva. Da risa un mundo en el que se le pide a los Reyes Magos una república o vemos cómo en nombre de lo nuevo se repiten esquemas de tiempos pasados. Hemos visto cómo más de una formación política ha relegado de cargos orgánicos o públicos a algunos de sus elementos, y lo más curioso es que tampoco están en las fotos, han desaparecido del cartel, o los han «borrado» como hacían Lenin o Stalin con los que caían en desgracia.

 

La mentira ya no se distingue, se cumple matemáticamente uno de los principios goebbelianos, basta con repetir muchas veces una falsedad y las redes sociales y los medios fijarán eso que ahora llaman posverdad. Es decir, no importa la verdad sino lo que se establezca como cierto. Es como en los partidos de fútbol, da igual si hubo trampas, si el gol fue o no legal, lo que cuenta es el marcador final. Y ese es el mundo en que vivimos, y sucede en cualquier ámbito de esta sociedad en la que se han dislocado los valores. Lo curioso es que ya no se duda, todo el mundo vende su certeza, y eso es muy peligroso.

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Con tren, pero sin tranvía

 

A mediados del siglo XIX, un español afincado en lo que hoy es Nueva Granada (Colombia se llamó de varias maneras después de su independencia) logró comprar la gran hacienda San Pedro Alejandrino, en la época más gloriosa del cultivo y la exportación del banano y la caña de azúcar. Aumentó tanto su riqueza que consiguió levantar una naviera y hacerse con la explotación en exclusiva del puerto de Santa Marta. Para que su prosperidad de cuento de La Lechera fuera perfecta solo le faltaba que no fuese tan laborioso y tan caro el traslado de sus productos agrícolas desde la hacienda hasta el mar. Así que adquirió en Francia un tren grande y muy potente, que metió en uno de sus navíos y llevó hasta Santa Marta. Su descarga en el puerto caribeño fue un hito en la historia de la ciudad y de toda la cuenca baja del río Magdalena, hasta el punto de que el presidente López Valdés descendió desde Santa Fe de Bogotá para presidir los festejos porque aquello se vendía como “el comienzo de la industrialización” del país.

 

 

Y es que el asunto se complicó cuando acabaron los cánticos, los discursos y las profecías que nunca se cumplieron. Tanta mente privilegiada olvidó que la hacienda de San Pedro Alejandrino estaba a demasiados kilómetros de distancia y a nadie se le ocurrió que los trenes tienen que circular por vías de ferrocarril, y esta no existía ni hubo perspectiva inmediata de que se construyera, por los enormes costes y el tiempo que lleva hacer una obra de esa envergadura, fuera del alcance de un hacendado y naviero y solo a tiro de una entidad mayor que entonces ni se soñaba. Por esta razón, aquel tren tan hermoso y tan potente, quedó estacionado (sin estación) en una explanada del puerto de Santa Marta. No tengo datos de qué fue de aquel tren resplandeciente y si aquello significó la ruina del hacendado o quedó solo en incidente. Aunque real, esta historia bien pudiera estar emboscada en algunas páginas de García Márquez.

 

Y fue entonces cuando surgió la canción que dice que “Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía”, posiblemente unos de los vallenatos nacidos en la frontera entre los siglos XIX y XX y de los más antiguos que se conocen. Aunque dice “tranvía”, se refiere a la “train-vía”, es decir, la vía del tren. La autoría es difusa, pues pudo ser por superposición de una orquestina sobre otra, como suele surgir buena parte de la música tradicional, aunque siempre hubo discusión entre distintos cantantes o grupos que aseguraban que había sido compuesta por ellos. Hay distintas variantes remotas, pero la que ha quedado es la que se fijó en la primera grabación discográfica, realizada en Argentina en 1945, casi un siglo después de la historia de la que proviene.

 

Pues esa es la historia, que podemos aplicar de muchas maneras, bien fijándonos en la falta de previsión de quien compró un tren sin ferrocarril o en la imposibilidad de avanzar, por muy potente que sea una locomotora, si no existe una vía por la que deslizarse. Y lo digo porque este fin de semana los distintos aspectos de este relato encajaban perfectamente con el zumbido repetitivo que salía del Comité Federal de PSOE y del congreso aclamatorio del PP. Acepto pulpo como animal de compañía en las propuesta y juego a aceptar que son locomotoras poderosas, pero es que no hay vías por las que estos trenes puedan circular, porque, encima, hacen unas exhibiciones de torpeza que son como aludes que caen en ese “train-vía” que ellos imaginan pero que no existe. Después de escuchar lo que se ha dicho, se podría organizar un seminario sobre jugadas de farol. Y la gracia es que, mientras el PP y PSOE se devoran, la izquierda parece que se ha pasado a la vida monacal contemplativa y los nacionalistas dudan entre si se entregan al pánico o a la alegría inconsciente de frotarse las manos ante posibles nuevas oportunidades. Es decir, todos haciéndole la campaña a quienes solo proponen soluciones simples a problemas complejos. Siento decirlo, pero es así, y esto funciona como una ecuación matemática, se ha visto ya muchas veces.  Ellos sabrán, pero me causa sorpresa ver cómo tantas personas inteligentes y experimentadas pueden comportarse como si estuvieran ciegas y sordas, cuando lo vemos todos menos ellas, y ya pueden hacer todos los congresos y reuniones de comités que quieran. Ya veremos otras versiones de la misma película, que, en teoría, solo puede finalizar de una manera, pero eso sería si el tren tuviera ferrocarril por el que circular. Pero no hay.

 

Y en esas estamos. Hace treinta años se hablaba del Estado del Bienestar que debería avanzar hacia la Sociedad del Bienestar. Después hablaron de la Sociedad de la Información, y ahí se paró todo. Las nuevas tecnologías crean bolsas inmensas de riqueza concentrada frente a espacios en los que se pierden derechos conquistados. Ahora, a los derechos empiezan a llamarlos privilegios, y cuando la sanidad, la educación, las pensiones o la promoción del talento se sienten como privilegios estamos jugando a otra cosa, que tendrá nombre, pero que no responde al concepto de democracia social. Ya, ya sé que el ruido es otro, y seguirá mientras nos vendan como cosecha arrancar el rábano por las hojas.

 

Y esa es la contradicción española: con el PIB más alto de la UE y la desigualdad más grande; con un parlamento que se dice depositario de la soberanía popular, pero que ha olvidado que sus componentes son solo la representación de la gente; con unas instituciones que se han convertido en la hacienda, la finquita o la dacha de unos y de otros; con una sociedad civil que desconoce el enorme poder que tiene, y que ha perdido por no usarlo. Han sido elevadas a la triste categoría de dogmas intocables las teorías más o menos apócrifas sobre la imposibilidad de que España no sea otra cosa que un griterío fratricida que siempre pide sangre. Es decir, seguimos como en Santa Marta, con tren, pero sin tranvía.

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Todo es posible, distinto o al revés

 

Cuando escribo este artículo es domingo por la noche. Antes de sentarme al ordenador, paré delante del televisor para programar alguna grabación, y me di de bruces con un reportaje de una cadena generalista que rememoraba una corrida de toros, ahora calificada de feminista, de hace más de 30 años, que hizo un torero, entonces en su apogeo de… bueno en su apogeo. Congregó a miles de mujeres (las cifras bailan, pero la plaza estaba a tope y decía la locución que si hubiese tenido el triple de aforo también se habría llenado). Las corridas de toros me parecen un ejercicio de crueldad inadmisible, y cuando aparecen en mi televisor salto de canal inmediatamente. Eso iba a hacer justo en el momento en que una voz en off dijo con música de sentencia que esa corrida marcó un antes y un después en la liberación de la mujer.

 

 

Semejante afirmación me causó el mismo efecto que si se me hubiera caído encima un piano de cola. Como me parecía imposible que tal cosa estuviera en el guion de un programa de televisión medianamente serio, aproveché la posibilidad que tienen ahora los televisores para hacer retroceder la emisión como si estuviese grabada en una de las antañonas cintas cassette. Rebobiné 15 segundos, di al play, y efectivamente, la voz decía exactamente lo que yo había entendido sin dar crédito. Dejé que siguiera y alguien afirmó que, ese día, las mujeres que acudieron a la corrida se sintieron libres, hasta el extremo de que el lanzamiento de ropa interior al torero fue una celebración de la libertad.

 

 

Según el guion del reportaje (no lo decía expresamente, pero lo daba a entender), aquella corrida de toros, fue una especie de hito en el camino de las reivindicaciones del feminismo por la igualdad de derechos de hombres y mujeres. Tanto era el convencimiento verbal de la crónica, que parecía que lo que se contaba tenía el mismo rango histórico que el gesto de Rosa Parks, una mujer afroamericana de Alabama, que el 1 de diciembre de 1955 se negó a dar el asiento a un hombre blanco y prendió la mecha de la denuncia de racismo estructural que llevaría a una lucha social muy dura y más de una década después a conseguir la Ley de Derechos Civiles en Estados Unidos, o que se equiparaba a sucesos como los del 28 de junio de 1969, cuando unos disturbios en Nueva York fueron el inicio mundial de la lucha por los derechos de los homosexuales.

 

Es decir, si un tipo que programa un espectáculo taurino solo para mujeres, que, como todos los toreros también es llamado matador de toros, liquida a siete animales en medio del jolgorio y el despiporre de miles de mujeres que enloquecen de emoción, y acto seguido esas mujeres lanzan bragas a la arena como símbolo de no se sabe qué (a mí me suena a sumisión total, aunque yo de estas cosas no entiendo), se anula el valor del esfuerzo, el sufrimiento, la lucha y la incomprensión de Flora Tristán, Emilia Pardo Bazán, Mercedes Pinto, Virginia Wolf, Clara Campoamor, Lidia Falcón, Cristina Almeida y ciento y la madre de mujeres que han sido víctimas de abusos, injusticias y ninguneos y que se han ganado con sudor y sangre el respeto humano e histórico que se les debe,  y viene a resultar que el gran símbolo de la lucha por la igualdad es un torero cuya contribución en el saldo de esa gran deuda histórica es que mató a siete toros y recogió más ropa interior femenina que nadie en una plaza de toros, aunque no consta el número de bragas y sujetadores.

 

Pues ese es el nivel, no sé si de algunos medios o el de la sociedad en general, o si el pensamiento lógico se ha echado la camisa por fuera. Si este disparate relacionado con la lucha por la igualdad de hombres y mujeres se aplica a otros asuntos de mucha importancia, gran sensibilidad o ambas cosas, puede entenderse por qué esta sociedad se ha convertido en un bebedero de patos. Cualquier bravata se vende como la última palabra en cualquier tema, y como casi nunca se permite que el otro acabe la frase, allá va cada cual con su discurso que suena superpuesto al otro y así no hay manera de establecer, no ya un debate, sino una simple conversación.

 

Resulta que personas con prestigio académico, político, cultural o social aceptan pulpo como animal de compañía siempre que convenga a la convivencia, al progreso, a la patria o la caja en la que transportaba Lolita Pluma los chicles y las piruletas que vendía. Hay leyes que no se aplican, acuerdos que no se cumplen y nada tiene un valor por sí mismo, sino que vale según quien lo diga o para lo que se diga. Ni es serio, ni es patriótico, ni es democrático, ni es nada, porque las secuencias se construyen con una mentira sobre otra, y lo que ayer era innegociable hoy es constitucional y viceversa.

 

Para mayor confusión, si cruzamos la frontera, las cosas no van mejor. Resulta que no son serios ni los grandes acuerdos internacionales (que nadie cumplirá, como ya es costumbre) y ando buscando la manera de hacerme cliente de ese banco en el que firmas pagar un 5% pero luego solo pagas el 2,1%.  Si un torero recogiendo bragas del albero de una plaza de toros puede ser un hito en la lucha feminista, tampoco sería tan raro que le otorgaran a Trump y Netanyahu el Premio Nobel de la Paz, y ya si eso meten en el bloque a Putin, Zelensky, Jameini, al presidente de Corea del Norte y a una prima segunda mía, que tampoco ha movido un solo dedo por la paz pero le hace ilusión el Nobel.

 

Lo que no puede ser es que, quienes son amnistiados, sigan predicando su propósito de reincidir en actos por los que fueron encausados, y hasta proponen hojas de ruta. En eso, como en casi todo, se cambian las reglas del juego en medio del partido. En el punto en que estamos, si es un hito liberador de la mujer que un matador de toros apañe más prendas íntimas que nadie y que una presentadora se predique feminista para alimentar el morbo sobre sus atuendos cuando da las campanadas de fin de año, me estoy pensando la posibilidad de presentarme a Reina del Carnaval. Ahora todo es posible, distinto o al revés.