Publicado el

De Maquiavelo a Montesquieu

 

Si hablamos de democracia moderna, tiramos inmediatamente de Montesquieu, el de la separación de poderes, independientes y a la vez encargados del control de los otros. Es la base de la Revolución Francesa, que proclama grandes cambios en la democracia burguesa, aunque hay que recordar que, casi un siglo antes, precisamente el año en que nació Montesquieu, los ingleses dieron un paso de gigante, en la llamada Revolución Inglesa, que limitó los poderes del rey e inventó el parlamentarismo moderno, que luego generó avances como el nacimiento de la prensa y que sirvió de inspiración a filósofos y jurista como el francés Montesquieu, a los textos de la Declaración de Independencia de Estados Unidos y a la Revolución Francesa, que se ha llevado todos los laureles porque remachó el clavo y se extendió por buena parte de Europa (por la otra no, como ya sabemos).

 

 

Últimamente, cuando se quiere justificar una actuación política, no se invoca a los británicos, a Thomas Jefferson o a Montesquieu, sino al florentino Nicolás de Maquiavelo, autor del libro de 1513, titulado El príncipe, en el que analiza y aconseja los comportamientos de quien dirige un estado, pero vale para cualquier cargo en el que haya que tomar decisiones, siempre que haya una cierta prevalencia sobre el resto de los mortales, que pudiera ser de alguien que es cabeza de un municipio, una comunidad autónoma y, por supuesto, el gobierno de un estado. La más conocida consigna maquiavélica es aquella que dice que el fin justifica los medios, que el propio Maquiavelo contradice cuando habla de ética o de no utilizar exclusivamente la fuerza o de hacerlo proporcionalmente, aunque la proporción la decide el propio príncipe, o dirigente en su caso. Es decir, Maquiavelo sirve para un fregado o para un barrido.

 

Con esta entradilla, se podrá pensar que descalifico la obra del florentino. Al contrario, me parece un tratado muy inteligente, pero se debiera advertir que los libros deben ser leídos en su contexto histórico y social, y en ese momento, los principados, ducados y repúblicas italianas estaban en plena efervescencia renacentista, acababan de descubrir el valor del ser humano, que hasta entonces era simplemente un siervo de un dios medieval que era quien quitaba y ponía reyes, seres elegidos por la divinidad (La Iglesia, por delegación) y por lo tanto incuestionables. A comienzos del siglo XVI seguía habiendo reyes y coronas divinizadas, pero empieza a germinar la semilla que desembocaría en las mencionadas, con La Ilustración como marco histórico, tres siglos después.

 

Una vez desestimada por Maquiavelo la intervención divina en la designación de los dirigentes de los estados, entra en funcionamiento la política, que tiene entonces un único fin, que es alcanzar y mantener el poder, porque eso de la igualdad, los intereses generales y la participación ciudadana tardaría aún 250 años. Entonces, lo que intentaba Maquiavelo era crear una guía para el liderazgo, y que fuese la valía del príncipe la que decidiera, porque ya no había un mandato celestial para que en Florencia gobernaran los Médicis o los Sforza en Milán. Había que ganárselo; esa era al menos la teoría, aunque la realidad inclinaba siempre la balanza a favor de las familias más ricas y poderosas, generalmente comerciantes y, sobre todo, banqueros.

 

Una cosa es la teoría y otra la maldita inercia de la historia, con lo que el maquiavelismo solo sirvió para repetir las sangrientas intrigas y conspiraciones que elevaron primero y destruyeron después el Imperio Romano. Vamos, que, como en la terrorífica Edad Media se había retrocedido, en el Renacimiento simplemente recuperamos las prácticas de una república romana adaptada a los tiempos. Esa y no otra es la esencia de la doctrina maquiavélica (que no es nada retorcida, por cierto), y su importancia radica en que fue un paso en la escalera para la idea de estado moderno. No olvidemos que Napoleón no se separaba de su ejemplar de El príncipe, en el que dejó anotaciones que apoyaban o desautorizaban las palabras de Maquiavelo.

 

Es obvio que seguimos sin aclararnos en cómo gobernarnos, porque en el fondo sigue funcionando el ADN maquiavélico (Montesquieu está en horas bajas), del poder como fin, no como medio para transformar la sociedad. De hecho, podríamos hablar durante horas de esas transformaciones, porque está claro que a quienes el status quo le viene bien no quieren cambiarlo, y ahí surge el conflicto. Desde la idea de que el príncipe ha se ser alguien misterioso que siempre sabe lo que hay que hacer, aunque no lo comunique, hasta la exigencia de transparencia en las democracias contemporáneas, sigue quedando ese olor a prepotencia, que hace que lo que se cuenta a la gente nunca coincide con los ingredientes de lo que realmente se cuece, y de esto tenemos muestra cada día. Los príncipes que nos gobiernan aquí cerca, en Madrid, en Bruselas y en la parodia de neutralidad de la ONU y sus ramas, dicen, hablan proclaman y nos marean con informaciones y discursos que parecen haber sido escritos por Groucho Marx y traducidos a nuestra lengua por Cantinflas. La transparencia es un mito, y en eso seguimos todavía por las teorías de Maquiavelo, aunque nos digan que ya vamos por las de Montesquieu.

 

Así que, no podemos fiarnos sino de los hechos. Y más en estos tiempos de bulos que mucha gente está dispuesta a creer, y que corren como la pólvora, y aunque luego se demuestren falsos, no hay manera de parar sus efectos. Parece de chiste que haya personas que creen que La Tierra es plana, por ejemplo, y es imposible que cambien de opinión. Las evidencias científicas de nada sirven, porque, cuando se cambia pensamiento por fanatismo, no hay remedio. Supongo que ya habrán encontrado los paralelismos obvios, por lo que solo me queda desearles alegría, sosiego y cualquier sentimiento positivo personal o colectivo. Una cosa está clara, siempre habrá algún Maquiavelo de rebajas que trate de hacernos luz de gas. Montesquieu, por desgracia, ni está ni se le espera.

Publicado el

¿Todos somos cómplices?

 

 

Dijo Epicteto de Frigia que la mentira necesita siempre complicidad. Podría haber empezado con un verso de Neruda en el que se pregunta si es verdad que sobre mi país vuela un cóndor negro, o con Cicerón proclamando que el silencio corrompe la verdad tanto como la mentira, pero he recurrido a Epicteto porque declara cómplices a quienes al dejar que se extiendan las mentiras las hacen valer como certezas. En estos días estamos constatando que el poder (cualquier poder) suele parapetarse detrás de una barricada de mentiras. Es tal el cúmulo de falsedades, que al final logran que confundamos el cansancio con la aceptación. Mienten sobre la economía y sus consecuencias sobre el paro, los salarios y la tristeza de la gente; mienten sobre las grandes palabras que hablan de patrias, identidades colectivas y derechos, que siempre suelen tener un discurso de conveniencia.

 

Solo importa el poder, conseguirlo o mantenerlo; en una sociedad que se desangra, la pregunta más angustiosa del día es qué va a pasar con el Real Madrid. Usan como anestesia el fútbol, los realitys televisivos o publicidades sobre ropa, música o nuevas tecnologías. La verdad se oculta por quienes hacen humo para que no se vea que son cómplices, como quienes fueron artífices de un disparate como el sistema electoral canario y ahora se erigen en defensores de su modificación sin que se les caiga la cara de vergüenza. El olvido es otra estrategia, borrar el pasado para repetirlo; antes se ponía en duda el genocidio más calculado y terrible de la historia en los campos de exterminio nazis, y ahora es una noticia más lo que llevamos casi un año viendo en la Franja de Gaza. Pensemos que la terrible “solución final” de aquella enloquecida Alemania no habría sido posible sin la complicidad de un pueblo que callaba y de organizaciones y estamentos que guardaron silencio cuando tendrían que haber gritado. Es la complicidad un arma tan aterradora como las mentiras que se esgrimen para alcanzar o mantener el poder.

 

 

Hay mentiras aparentemente inofensivas que son utilizadas, no por su importancia real, sino porque se descubren con facilidad y generan desconfianza en todo, hasta el punto de que la gente acaba por no prestar atención porque de alguna forma sabe que siempre hay un gazapo escondido y da pereza estar destapándolos. Invocando a Hannah Arendt, se trata de confundir, y una vez desmovilizados por el cansancio no convertimos en cómplices. Tan cómplices somos, que todos conocemos a personas que se extrañan de que alguien que ha estado ocupando un cargo político de relevancia siga viviendo en la misma casa y que no se haya puesto rico, como si eso fuese una rareza, porque damos por hecho que enriquecerse en la política es lo normal.  Esas ideas se convierten en lugares comunes y son aceptadas por el inconsciente colectivo. Lo mismo que hay multitudes que aceptan clisés que carecen de un soporte científico, como que los bajitos tienen muy mala leche, los gordos son bonachones, los delgados muy estrictos, las rubias tontas, los altos elegantes, las delgadas tienen estilo, los funcionarios son muy tiquis-miquis… Hay una etiqueta que acaba generalizándose y resulta que es mentira, porque conozco a rubias muy inteligentes, a delgadas sin estilo o a flacos relajados. Y, por supuesto, a personas que han estado en política limpiamente.

 

 

Hay de todo, y la profesión, el color del pelo, la altura, el peso, las creencias o cualquier otra circunstancia permanente o transitoria no determina el carácter, la manera de ser o la imagen de las personas. Si tienes los dedos finos y largos dicen que tienes manos de pianista, guitarrista o músico, y todos recordamos cómo las enormes manos contra catálogo del prematuramente desaparecido timplista José Antonio Ramos acariciaban con talento, maestría y agilidad los trastes del pequeño instrumento. Que una persona sea castaña o pellirroja, de Polonia o de Bolivia, trabaje en la sanidad o el comercio, mida o pese más o menos, no la determina, y por eso a la gente hay que tratarla de forma individual. Y las verdades sociales hay que cogerlas una a una, porque pueden ser otro clisé.

 

 

Eso ha hecho que vivamos en medio de un clima hostil porque sí, sin razón que lo justifique. Ahora no se argumenta, se injuria directamente. Y seguimos el ritmo que sólo se interrumpe para festejar una Eurocopa de fútbol, da igual cuantas personas mueran en la diabólica ruta clandestina desde África. Banderas que, según los colores y dependiendo de quién las mire, significan maquiavélica manipulación o soberana libertad de expresión. Cenas discretas de dirigentes que niegan la ocultación y empresarios que proclaman su neutralidad. Verdades a medias que se transforman en laberintos y que generan nuevas medias verdades que no cuadran con la primera fuente. Informaciones que son ciertas pero que se muestran cojas y automáticamente se vuelven mentiras. Medios de comunicación que cuentan versiones distintas sobre hechos que a veces ni siquiera han ocurrido. Cataratas de ocurrencias con pretensión de ideas en debates, declaraciones, comentarios y silencios que solo sirven para confundir. Cuando van contando queda olvidado que antes del tres está el dos, y antes el uno. Preguntas retóricas con respuestas obvias que sin embargo esconden una falsedad.

 

 

Medios informativos con vocación de gobierno, gobiernos con vocación de manejar la información que les interesa, teatralidad que es magnificada o minimizada, no por su naturaleza, sino por intereses ajenos. Legitimidades surgidas de aquí y de allá, que son grandiosas cuando interesan y bastardas cuando se oponen. Negación por la vía de los hechos de que la única legitimidad democrática es la que se sustenta en los votos ciudadanos, no en las cenas, en los informativos o en las redes sociales. Reescritura de la historia adaptándola a las conveniencias de cada cual. Saqueo, abuso y olvido de los más débiles mientras se discuten ambigüedades contingentes. Artaud, Mihura, Buñuel, Genet, Piñeira, Pinter y Arrabal tiemblan porque sus profecías a través del absurdo se han quedado cortas. La cantante de Ionesco no es calva, en realidad ha perdido la cabeza esperando al Godot de Samuel Beckett. Así que, parece que la mentira va ganando. ¿Tendrá razón Epicteto y, por acción u omisión, seamos todos cómplices?

Publicado el

Los cuervos y la televisión

 

Hace unos años, cuando aún el pensamiento era una práctica habitual de los seres racionales, se decía que, cuando alguien no tenía de qué escribir en los periódicos se sacaba de la manga un artículo sobre la televisión. Hoy creo que empieza a ser al revés, que escribir sobre la televisión es casi un deber ético. Parece un lugar común echar las culpas de muchas de las cosas que suceden a la televisión, pero es que en estos momentos este medio de comunicación es tal vez el soporte más comprometido en la idiotización colectiva que profetizó Orwell hace tres cuartos de siglo.

Creo que la televisión es un medio extraordinario, con unas posibilidades inmensas, pero resulta que justamente esas posibilidades están siendo utilizadas hasta el máximo para destruir cualquier tipo de sociedad civilizada que se precie. Es un instrumento adormecedor de las conciencias y alentador de cuantas estupideces es capaz de hacer el ser humano. La radio tiene todo tipo de programas, desde los deportes hasta el debate, la filatelia, la música, la literatura y la gastronomía. También las grandes cadenas obedecen los dictados de sus amos, pero hay todavía espacio para buscar horas de entretenimiento, información y cultura.

 

 

Con la prensa escrita pasa lo mismo que con la radio. Hay prensa del corazón, hay periódicos que sirven a determinados intereses, pero siempre queda un resquicio para el debate, la controversia y la razón. Lo triste es que Internet, que era otro medio de comunicación de posibilidades increíbles hace tan solo unos años, se ha convertido en otro gran instrumento destinado a demoler las mentes. Y es una lástima que esto suceda, hasta el punto de que, hace unos años, cuando nos decían que estábamos todavía lejos del nivel ideal de utilización de Internet casi le daba a uno cierta tranquilidad. Hoy ya es todo uno.

 

 

¿Y qué me dicen de los móviles? Ya es un vicio. ¿Para qué quiere un móvil un niño de 12 años? Y es que el móvil es otra manera de sacar dinero, con mamarrachadas, musiquillas y concursos televisivos que se autosufragan a través de la factura del teléfono. Desde luego que no me niego a los avances tecnológicos, pero me da escalofríos pensar en las horas que se pasa la gente viendo páginas insulsas, hablando en chats estúpidos escribiendo mensajitos totalmente prescindibles, y huyendo de la verdadera comunicación, que es la de dos seres humanos conversando. Y se da la paradoja de que, con tantas posibilidades de comunicación, vivimos posiblemente la época en la que más que nunca el ser humano se siente aislado.

 

 

Con todo, lo de la televisión es lo más aberrante. Se me dirá que los más jóvenes no ven televisión. No la ven en los televisores, pero las plataformas trasladan lo que sale en televisión a la red. Como todo el mundo, he tenido que permanecer en hospitales algunos días, como enfermo o como acompañante, y en algo debía entretener las horas larguísimas del lento reloj hospitalario. La lectura funciona hasta que se necesita tu atención, así que uno se deja llevar por la televisión, que necesita menos concentración. Créanme que acabé por mirar al techo, porque lo más interesante que conseguí ver fue un partido de fútbol, que encima era malísimo y acabó con empate a cero, pero era eso, desesperación o basura mediática, porque hasta los noticiarios están repletos de estupideces y explotación innecesaria del morbo.

 

 

No soy de los que orinan colonia, ni un snob intelectual, porque siempre me gustaron los programas de entretenimiento, fui un entusiasta de las entrevistas de Iñigo y Mercedes Milá, de las actuaciones musicales de los cantantes de moda y, por supuesto, de las películas. Es decir, tampoco soy tan exigente. Pero es que ni ese nivel mínimo existe. Con la disculpa de las audiencias, todo es basura, puesto que ya las cadenas acabarán por no comprar películas porque les sale más barato y más rentable volver a los cotilleos casposos una y otra vez, a todas horas. Y eso hace que la gente pierda la vergüenza y hasta la dignidad. No estoy cabreado, estoy desolado de pura impotencia, porque la televisión, con pequeñas islas cada vez más escasas, es un diabólico mecanismo educativo, solo que se educa en todo lo negativo. No se trata de emitir continuamente vidas de santos, sino de no deseducar.

 

 

Los resultados los vemos en los propios noticiarios en los que se regodean. Es bien conocido que los delincuentes generan imitadores, y si le das muchas vueltas a un suceso se acaba generando una especia de llamada a repetir hechos similares. Y luego los temas de fondo de las series, violencia a espuertas y maquinaciones que no sé si acaban nublando las mentes de quienes las ven. Esas historias de inadaptados que entran a tiros en un colegio o un centro comercial ya están llegando. Y la realidad también es muy dura. Ahora mismo estamos horrorizados por el asesinado de un niño en Toledo cuando iba con otros a jugar al fútbol. Es casi una ruleta rusa, y me recuerda al protagonista de la novela El extranjero, de Albert Camus, que mata a un desconocido en la playa porque hace mucho calor. Nihilismo puro en vena, porque el monstruo más escalofriante que existe es la mente humana, y en lugar de contrarrestar ese misterio que son nuestras reacciones incontroladas, echamos más y más leña al fuego. Eso es lo que estamos haciendo, por lo que no parece lógico esperar un futuro de convivencia razonable. Ya saben lo que dice el refrán: “cría cuervos y tendrás más”.