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La herencia

En plena edad provecta, ya no me quedará tiempo para asistir a las catástrofes que se anuncian respecto al clima. Por tanto, el interés que me empuja a hacer las cosas y obrar correctamente no parece tener la presión de la inmediatez del apocalipsis. Adopto conductas cívicas porque me considero un ciudadano que contribuye al bien común y al respeto entre los habitantes del planeta. Me ajusto al imperativo categórico kantiano de actuar como creo que debe actuar todo el mundo. Y concluyo con que ese es el camino para convertirme en un individuo virtuoso.

Pero hoy, que sale a la palestra con especial énfasis el horizonte sombrío del medio ambiente y del clima, creo conveniente incorporar a los reguladores del comportamiento individual la idea de la herencia como referente orientativo del deber. Si hasta ahora hemos obrado guiados por un precepto vago del conservacionismo, saber que el planeta que dejemos a nuestros hijos e hijas, o a la juventud en general, puede sufrir un deterioro gravísimo nos invita a tomarnos con mayor grado de compromiso los principios por los que regulamos nuestra conducta.

Nos tienta pensar que ya espabilarán cuando se vean con el agua al cuello (nunca mejor traído el dicho), y que, por tanto, nosotros no tenemos más responsabilidad que sumar gestos testimoniales de nuestras obligaciones con el respeto medioambiental. Pero la herencia, el deseo (y el derecho) de proporcionarles a nuestros herederos un entorno habitable, un clima al menos soportable y unas condiciones naturales lo más similares a las nuestras, sí que debería presionar algo más sobre nuestra voluntad de ser ciudadanas o ciudadanos virtuosos.

No le quitaré la razón a quien diga que cumple mientras recicle, mientras administre el consumo, mientras regule el uso de los combustibles fósiles, mientras contribuya a evitar el despilfarro y la basura inútil. Yo mismo estoy alineado con quienes lo procuran. Sin embargo, hay una fuerza ética en la herencia que me saca de mí mismo para pensar en una obra colectiva de mayor trascendencia. No sé muy bien qué pasos seguir para ser coherente con este impulso; al menos velo por que no se apague. Sé que se necesitan el deber individual y la denuncia, y así lo seguiré haciendo. Pero intuyo que la preocupación por lo que yo ya no veré aporta un grado más a la dignidad y a la justicia.

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Harriet y Hadiza

Hace ahora quince años escribí un relato cuya fuente de inspiración había sido la información aparecida en un reportaje de TVE sobre la existencia de muchachas en una aldea de Tanzania llamada Singuino, que luchaban a diario contra el SIDA, las violaciones y la falta de regularidad en la escolarización. Llamé a mi protagonista Hadiza y la hice portadora de un espíritu combativo frente a otras que sucumbían a la fuerza de las adversidades. Hadiza renunciaba a la oferta de una bicicleta que le proponía un buscador de oro a cambio de dejarse someter a sus apetitos carnales, algo común en Gaita, comarca donde ocurren los hechos. Y con la bicicleta, a las muchachas que claudicaban se les facilitaba el largo trecho que tenían que recorrer para llegar a la escuela. Pero Hadiza antepuso su dignidad y el conocimiento del contagio del virus mortal, y siguió asistiendo a clase aunque tuviera que hacerlo recorriendo ocho o diez kilómetros diariamente.

Foto EL PAÍS SEMANAL

Cuando vi el reportaje en televisión recuerdo que me conmovió profundamente y sacó mis vergüenzas ante la magnitud de los problemas cotidianos a los que me enfrentaba en ese tiempo. Sé que se trata de una pirueta de los viejos hábitos morales que se agarran como un parásito de por vida a esa madama de bata negra que se llama culpa. Pero no pude evitar (y no sé si lo conseguiré alguna vez) someter la historia de las muchachas de Singuino al restallido del flagelo y entonces decidí que un modo de redención podía ser escribir un cuento.

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Yo confío

Confío en que mis alumnos y mis alumnas que un día se rebelaron contra alguna forma de injusticia escolar, ante el trato impropio de un docente o una docente, ante la ausencia de actividades de expansión merecidas después de horas interminables de carga académica, ante la falta de sustitutos en alguna materia, ante la mezquindad de una administración que restringía el presupuesto para becas. Aquellas y aquellos contestatarios que levantaron la voz para denunciar medidas arbitrarias desde la Dirección del centro, o para reivindicar transparencia en la resolución de las calificaciones, o para defender su derecho a recibir clases en un clima de tranquilidad conveniente, o para hacerse valer como protagonistas de una convivencia en una formal comunidad educativa.

Confío en que mis estudiantes que se esmeraron por lograr la mejor consigna contra la violencia, contra la desigualdad, contra la segregación, contra la conservación del medio ambiente. Aquellas y aquellos que volcaron lo más granado de su sensibilidad en murales que preconizaban la necesidad de un mundo más equitativo; que emplearon, como primera muestra de su voluntad de cambio, la mejor retórica para defender a la mujer maltratada o discriminada, al inmigrante menospreciado o a las personas con orientación sexual diferente a la propia. Aquellos y aquellas que formando emotivas corales de momentánea fraternidad cantaron canciones de Antonio Flores o de John Lennon apelando al deseo colectivo de paz, o de Bebe y Amaral para erigirse en muros contra la violencia de género. Continuar leyendo «Yo confío»