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Gianni Rodari: arquitecto de la fantasía

Este año se cumple el centenario del nacimiento de Gianni Rodari. A quienes no estén familiarizados con él les diré que fue un escritor, pedagogo y periodista italiano que dedicó su vida a la política y a promover en los niños el gusto por la fantasía. Dos tareas aparentemente distantes, si bien se dan la mano en su condición de artes de lo posible (o de lo imposible).

Rodari es un símbolo, una aguja que pinchó en la burbuja de la imaginación a cientos de docentes que comenzábamos a vislumbrar que la creación literaria era una vía de transformación fascinante y poderosa. Su Gramática de la fantasía comenzó a colarse en las aulas como un aguijón para subvertir la realidad ordinaria y llevarla en volandas al terreno de lo maravilloso. Todavía puedo retratar con fidelidad nostálgica el embeleso de los alumnos y las alumnas cuando sus pulsiones infantiles o adolescentes encontraban en el binomio fantástico o en los Qué pasaría si… la oportunidad para desmelenarse y fecundar decenas de historias ocurrentes y entretenidas.

Érase una vez un niño que se convirtió en una zanahoria gigante voladora que se regeneraba cuando acababan a mordiscos con ella. La zanahoria levantó un día el vuelo y emprendió mil y una rutas a través del planeta. Conocedora del hambre en otros lugares, recaló allí donde la miseria reducía a huesos a otros niños. Apenas aterrizaba, las criaturas hambrientas daban buena cuenta de aquel inmenso tubérculo calabaza royéndolo hasta la última célula como desesperados castores. Regenerado a los pocos instantes, el niño zanahoria fijaba un nuevo destino y alzaba el vuelo dejando en el cielo una estela rojiza imborrable. Cuando después de cientos de viajes se sintió agotado por el trajín, el niño decidió regresar a la escuela a contarle su peripecia al maestro y sus compañeros.

¿Por qué elegiste una zanahoria?, le preguntó uno. Porque mi abuela siempre me dijo que era buena para la memoria. Y llueven las preguntas sobre el niño pues su historia ha agitado la curiosidad en los otros. ¿Y para qué necesitaban la memoria los niños con hambre? El niño piensa, se encoge de hombros y responde que todos la necesitamos.

¿Qué pasaría si no tuviéramos memoria?, les pregunto para mantener activo el frenesí interrogante que se ha extendido en clase.

Ahí estaba Rodari, con su inventiva estimulante sacudiendo la imaginación de los críos y las crías. Y ahí estaba yo, recogiendo su propuesta de la Palabra solitaria para que ese niño de algún lugar de Tenerife montara con una zanahoria la arquitectura de un cuento fantástico. ¿Qué pasaría si no tuviéramos memoria?, les repito. Y de entre todas las ingeniosas hipótesis que sobrevuelan a ritmo vertiginoso elijo una que me conmueve. Dice una niña: Si no tuviéramos memoria no podríamos recordar nuestro nombre.

Esa es la necesidad de los niños con hambre, les digo. Además de la comida, necesitan recordar y que les recuerden su nombre.

Somos muchos los deudores de Gianni Rodari. El pedagogo dotado del genio que sacudió nuestra prosaica inventiva; el pedagogo que hizo política sacando del cultivo de la invención fantástica lo más amable de la condición humana. Con la zanahoria voladora un niño fue capaz de pensar en otro distinto a sí mismo.

Cien años del nacimiento de un gran tipo. Recordaremos tu nombre.

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Billie Holiday, amarga cosecha (bitter crop)

El 17 de julio se cumplieron 60 años de la muerte de Billie Holiday. Su recuerdo siempre llega envuelto en su voz de terciopelo, atribulada y única. Valga este artículo como homenaje de un admirador que ha llenado vacíos sentimentales con la inmortalidad de sus canciones.

En noviembre de 1938, la mente preclara y abyecta de Joseph Goebbels, a la sazón ministro de propaganda de Hitler, impulsaba un pogromo (un linchamiento racial) contra judíos alemanes, episodio que pasaría a la historia con el triste y novelesco nombre de La noche de los cristales rotos. El resultado no fue más que un amargo adelanto de lo que sobrevendría luego: doscientas víctimas, saqueos, expulsiones y una lección soberana de atrocidad. Meses más tarde, al otro lado del Atlántico, en el Café Society de Nueva York, un profesor judío de origen ruso entregaba a Billie Holiday una canción que había compuesto hacía unos años, horrorizado por una fotografía donde aparecían dos hombres de raza negra recién linchados. Strange fruit se llamaba la canción y hablaba del «extraño fruto que cuelga de los álamos… los ojos abultados, la boca torcida, el aroma de las magnolias, dulce y fresco, y de pronto el olor de la carne quemada…». Parecería una forzada sinergia de dos hechos tan distantes en el espacio, pero mirándolos desde la fría atalaya de la historia, da la impresión de que debieron de surgir de la misma marmita donde borboteaba el horror por ese tiempo.

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Risco Caído, la identidad

La declaración de Risco Caído y Montañas Sagradas de Gran Canaria como Patrimonio de la Humanidad es un acontecimiento importante. Además del aporte cultural, el reconocimiento a un descubrimiento de primera magnitud, la repercusión mediática y la propia entidad del monumento reconocido, que es un alarde de belleza de ingeniería, magia e historia, el hecho me resulta útil para recuperar (o refrescar) la idea de identidad, tan zarandeada en ocasiones tal vez por contagio de tentaciones maximalistas.

La identidad se me antoja necesaria a pesar de lo inasible de su naturaleza. Porque el anclaje en el pasado es un acto de voluntad que crea un vínculo, emocional si se quiere, pero también nutricio de la raigambre, que va más allá de la nostalgia por una sociedad idealizada o pintoresca para situarse en la necesidad del ser humano de poseer un pasado que contar. Narrar nuestros orígenes constituye algo más que un adorno. Hablar de nuestra realidad de pertenencia nos otorga un sentido de la historia y nos recuerda que somos herederos, no dioses autosuficientes ni meteoritos caídos del cosmos ignoto. Nos recuerda, en feliz lirismo de Whitman, que estás aquí, que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama.

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