Despistando al Gran Hermano
Va extendiéndose la idea de que estamos abocados a la vigilancia perpetua. Con esta pandemia, quienes gobiernan los ojos del Gran Hermano se frotan las manos (con o sin guantes) y manifiestan a boca llena (sin mascarilla) que no nos queda otra que estar geolocalizados, termocontrolados y hemodiagnosticados a distancia. Y esta vigilancia que, como dice Yuval Harari, podría ser epidérmica y atenerse a esta excepcionalidad histórica, va a convertirse en hipodérmica, y el acceso de los ojos diabólicos llegará hasta nuestras mismas entrañas, cerebro incluido.
No nos resulta desconocida la situación. Ya llevamos años conscientes de que Google (brazo armado del Gran hermano) lo sabe todo de nosotros y que nos aparecen mensajes y recomendaciones a la medida de nuestras inclinaciones y nuestros gustos.
Por eso yo me he propuesto cambiar el rumbo de las cosas. Si el Gran Hermano sabe lo que pensamos es porque estamos pinchando enlaces, entrando en páginas e intercambiando mensajes siempre en la misma dirección. Pues a trolear se ha dicho.
El plan es el siguiente: Yo imagino al algoritmo (hijo natural del Vigilante Supremo) como un tipo con obesidad mórbida sentado en una silla giratoria y con el ratón en una mano y una hamburguesa o un rollito de primavera en la otra. Mira hacia la pantalla cada cierto tiempo y observa divertido cómo va cayendo la información de cada pringado internauta en los mismos sacos del big data. Da una mordida a su condumio y goza anticipándose: Este ahora va derechito a El País, este es toxicómano del aloe vera, este es más merengue que Florentino, este piratea hasta los anuncios de Matías Prats, etc., etc.
¿Cómo hacer entonces para que el algoritmo salga de su zona de confort y abandone su sedentaria vida de obeso jactancioso? Creándole el caos. ¿Por qué tenemos que circular por internet siempre por los mismos raíles?
A partir de ahora me levantaré por la mañana y pincharé en la web de Eldiario.es e inmediatamente después consultaré Okdiario. Daré una vueltita por Larazon.es para solazarme con la columna higiénica de Marhuenda y luego me detendré en LaTuerka de Monedero, para que suelte su entretenida artillería de repelente niño Vicente. Me encenderé tributando a Jiménez Losantos el homenaje diario a su fiera y desigual batalla contra los bolivarianos y pondré a caer de un burro al santurrón de Iñaki Gabilondo y su desagradable corrección pacata. Practicaré mi ritual de dilapidación doméstica contra Carlos Herrera y sacaré tuiteando en un trono al Gran Wyoming y su corrosivo sarcasmo.
Haré mi compra semanal en línea de setas shitake, algas kombú, leche de avena y quinoa roja en mi despensa favorita de Vegan Love y reservaré nuevamente una mesa para dos en El churrasco argentino para el próximo sábado. Le pediré por Facebook un autógrafo digital a Ortega Cano, con el ruego de que me envíe algunas fotos de sus gloriosas corridas (con perdón) y a renglón seguido me afiliaré al Partido Animalista desde su página web. Hincharé la red de chistes de machos de amplio espectro y fulanas de baja estofa, y decoraré mi muro virtual con propaganda LGTB, respaldando con la luz polícroma del arco iris el perfil de mi contacto. Compraré las obras completas de José María Pemán y pediré todas las ediciones que existan de La máquina de follar, de Bukowski. Consultaré las páginas enlazadas a Comoacabarconcurasymonjas.com y asistiré puntualmente al Ángelus vía electrónica y al rezo del rosario vespertino desde el Vaticano. Firmaré un change.org a favor de la ayuda a los inmigrantes y solicitaré presupuesto para tatuarme la cara de Ortega Smith en mi pecho en flor. Encargaré un traje de lana virgen en Purificación García y me haré con un pack calzoncillos en rebajas de Primark. Me subiré a Instagram con camiseta del Madrid los días pares y con la del Barça los impares. Y mis wasaps los inundaré de España, una grande y libre, nacionalización de la banca ya, viva el mercado libre, no a la sanidad privada, y Yo cuando sea mayor quiero ser como Trump.
Y después de este ataque al corazón del algoritmo puedo imaginármelo con la hamburguesa o el rollito de primavera atragantados en su esófago, sin que sus esfuerzos por deglutir surtan efecto. Porque ya me dirán qué le va a decir al Gran Hermano cuando este le pida que le dibuje el perfil de este humilde cibernauta. No hay otra forma de figurárselo más que sentado en el diván de un psicoterapeuta argentino (o, bueno, de un coach americano, o de un monje tibetano, o de un chamán, venga, sin partidismos) tratando de recuperar su identidad perdida por el trastorno al que lo sometió un usuario que navegó saltándose la conducta habitual de los gregarios.
Nos vigilarán, pero podemos divertirnos pensando que un día el algoritmo nos mete en el saco de los pijos ultramontanos y al día siguiente nos coloca en un frente guerrillero contra la oligarquía, comiendo por la mañana tortitas de arroz bio y por la noche entrándole a un cachopo monumental.