Decamerón
Siguiendo el rastro de la historia de la literatura, la cuarentena a que nos obliga el innombrable nos remite indefectiblemente al Decamerón. Ya se han hecho eco algunos articulistas y han traído de la mano a Boccaccio para ilustrar sus textos. Y es que el escritor italiano tuvo la agudeza de enmarcar las historias que componen su célebre colección de cuentos con un recurso que constituye por sí mismo un bello relato. Como saben, un grupo de diez jóvenes, huyendo de la peste bubónica que asoló Florencia a mediados del siglo XIV, se refugia en una villa en las afueras de la ciudad italiana. Para hacer ameno el confinamiento, cada miembro narra una historia cada noche y el resultado de este divertimento juvenil es un ramillete inolvidable de cuentos que pasan a la posteridad gracias a la prosa brillante del escritor florentino.
Nos dice Boccaccio en su prólogo: «Si queremos correr tras la salud, nos conviene encontrar el modo de organizarnos de tal manera que de aquello en lo que queremos encontrar deleite y reposo no se siga disgusto y escándalo».
Pensando en el Decamerón estos días inciertos, mientras un silencio telúrico baja unos cuantos decibelios el frenesí de la fortuna diaria y las miradas se cruzan veladas por un cortinilla de desasosiego, he encontrado en la idea de reunirse para inventar un marco imaginario para sacarle un buen partido a esta reclusión obligada. Los jóvenes florentinos dedicaron cada día a un asunto: una jornada a las historias con final desgraciado, otra a las de final feliz, otra a contar lo que más le agradaba, otra a elogiar a quienes habían conseguido realizar sus deseos, otra a las grandes hazañas. Y todos los relatos, que encerraban una peripecia amorosa, burlesca, o mostrativa de la inteligencia o la subordinación al destino, buscaban al mismo tiempo deleitar a los presentes y desviar su atención de las escaramuzas de la peste.
Recuerdo que a mediados de la década de los 60 yo pasaba semanas en el barrio de Cabo Verde, en Moya, en casa de una tía a la que no llegaba la electricidad (a la casa, no a mi tía). Por las noches encendíamos las velas y después de cenar nos tocaba llenar un tiempo con una improvisada tertulia que por lo general ponía sobre la mesa chismes, desgracias y algún que otro desarreglo amoroso que yo no alcanzaba a comprender por las luces (no eléctricas) de mi edad. Y recuerdo que de aquella penumbra velazqueña brotaba una atmósfera propicia para que irrumpiera un secreto, una anécdota tronchante o el susurro de un espíritu responsable de apagar una vela. Fue en ese tiempo cuando me enteré de que la novia de mi primo A. había sido novicia en un convento y que había visto en él un ejemplo de santidad cuya fuerza de atracción había desbordado sus principios vocacionales y, como la amada de San Juan de la Cruz, había salido del convento En una noche oscura en amores inflamada. Lo que no esperaba el bueno de mi primo, que era un verdadero santo de misa y rosario, es que la susodicha guardara en su pecho florido un tumulto ardoroso tantos meses reprimido y cultivado con sigilo en el jardín de sus fantasías, y que ahora tenía al desdichado anémico y cadavérico, según la versión de su madre desternillada hasta lo indecible en aquella habitación de entrañable claroscuro. Como comprenderán, yo correspondía con mi inocencia a la risotada general preguntándome perplejo el porqué de aquella juerga si mi primo cargaba con una enfermedad que lo tenía en los huesos.
Contar historias impelidos por esta circunstancia extraordinaria nos devolvería el valor de acercarnos a la piel de nuestra identidad, que está construida a base de relatos, reales o exagerados, que revelan la semejanza de los mimbres con los que estamos hechos todos y todas. Los jóvenes florentinos de Boccaccio no solo contaron historias en aquel refugio sino que desnudaron sus almas hablando de erotismo (mucho y con mucha gracia), amor y trapisondas del destino. Mientras el innombrable sigue intentando tejer telarañas, nosotros a lo nuestro, a sembrar de ingenio e imaginación el páramo de nuestro confinamiento para salir de nuevo al frente de la cotidianidad cargados de ganas de contar, como el tumulto ardoroso de la novia de mi primo, pero sin la barbarie de sus apetitos, o sí, allá cada cual.