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La herencia

En plena edad provecta, ya no me quedará tiempo para asistir a las catástrofes que se anuncian respecto al clima. Por tanto, el interés que me empuja a hacer las cosas y obrar correctamente no parece tener la presión de la inmediatez del apocalipsis. Adopto conductas cívicas porque me considero un ciudadano que contribuye al bien común y al respeto entre los habitantes del planeta. Me ajusto al imperativo categórico kantiano de actuar como creo que debe actuar todo el mundo. Y concluyo con que ese es el camino para convertirme en un individuo virtuoso.

Pero hoy, que sale a la palestra con especial énfasis el horizonte sombrío del medio ambiente y del clima, creo conveniente incorporar a los reguladores del comportamiento individual la idea de la herencia como referente orientativo del deber. Si hasta ahora hemos obrado guiados por un precepto vago del conservacionismo, saber que el planeta que dejemos a nuestros hijos e hijas, o a la juventud en general, puede sufrir un deterioro gravísimo nos invita a tomarnos con mayor grado de compromiso los principios por los que regulamos nuestra conducta.

Nos tienta pensar que ya espabilarán cuando se vean con el agua al cuello (nunca mejor traído el dicho), y que, por tanto, nosotros no tenemos más responsabilidad que sumar gestos testimoniales de nuestras obligaciones con el respeto medioambiental. Pero la herencia, el deseo (y el derecho) de proporcionarles a nuestros herederos un entorno habitable, un clima al menos soportable y unas condiciones naturales lo más similares a las nuestras, sí que debería presionar algo más sobre nuestra voluntad de ser ciudadanas o ciudadanos virtuosos.

No le quitaré la razón a quien diga que cumple mientras recicle, mientras administre el consumo, mientras regule el uso de los combustibles fósiles, mientras contribuya a evitar el despilfarro y la basura inútil. Yo mismo estoy alineado con quienes lo procuran. Sin embargo, hay una fuerza ética en la herencia que me saca de mí mismo para pensar en una obra colectiva de mayor trascendencia. No sé muy bien qué pasos seguir para ser coherente con este impulso; al menos velo por que no se apague. Sé que se necesitan el deber individual y la denuncia, y así lo seguiré haciendo. Pero intuyo que la preocupación por lo que yo ya no veré aporta un grado más a la dignidad y a la justicia.

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Impresión 3D, la apoteosis

He intentado durante estos días componer un articuento, como lo llama Millás. En él aparecía un personaje a quien puse de nombre Primitivo Menestral, al que atribuí como rasgos más relevantes su soledad, su enajenante afición lectora y su maña innata para la manufactura doméstica. El tal Primitivo se había visto atrapado por un estado de delirio después de conocer los prodigios de la impresión en 3D que un ingeniero, una bióloga y un médico habían expuesto en un programa de Iñaki Gabilondo. De las palabras de estos expertos habían salido prótesis que corregían corazones desperfectos, artilugios que reconstruían una osamenta maltrecha, órganos creados como por ensalmo a partir de unas cuantas células, piel humana elaborada como quien teje un paño con hilos, además de zapatos, tartas, cazuelas y todo perendengue que se le cruzara a un individuo por su mente fabril.
Imaginé a Primitivo fascinado por tales revoluciones de la tecnología y sometido a una conmoción suprema cuando al poco tiempo contempló en la televisión la construcción de una vivienda mediante una impresora gigantesca. Me lo figuré rebuscando en el mismo magín donde Mary Shelley había hurgado para concebir su criatura, y al fin lo encaminé a mezclar sueños, delirios y probaturas.
Después de comprar su artilugio, buscó en la red el diseño de las piezas del organismo y solicitó por la misma vía a distintos proveedores el suministro de polímeros y células que sirvieran de base para su bricolaje biológico.
Comenzó imprimiendo la osamenta; se cuidó de hacerla a prueba de fracturas, reforzándola con una dosis de calcio suplementario. Siguió con la musculatura, fibrosa pero sin excesos; no le atraía un fenómeno cachas. Continuar leyendo «Impresión 3D, la apoteosis»

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Series, ficción y futuro

Sí, manifiesto que yo también veo series, pocas, sin continuidad, pero las veo. Y para que conste a los efectos oportunos de no alardear de vivir por encima de la turbamulta, firmo la presente en este momento. Veo Black mirror. No esperen un comentario sobre el valor de la misma. Ya el periodismo serio y el boca a boca culto han pontificado sobre su originalidad y su acierto. Solo me interesa resaltar que después de algún capítulo, lo que solo era trama, truco narrativo para seducir al espectador, me ha dejado un poso de cavilaciones palpitando suavemente en el imaginario.
Es más que conocida la literatura de anticipación. La mente iluminada de escritores como Orwell o Huxley que tejen una distopía que con el tiempo acaba acercándose a la realidad. Pero siempre tuve la impresión de que la creación de esos mundos tenía algo de levadura fantástica que los hacía demasiado épicos en el momento histórico de su publicación como novelas.
Sin embargo, en uno de los capítulos de Black mirror, por ejemplo en el titulado Caída en picado, están tan cercanos los mimbres con los que se construye el mundo distópico narrado que me resulta más difícil sustraerme al sobresalto. Muy resumidamente, el episodio transcurre en un mundo en el que las personas son calificadas (y pueden hacerlo con otras, claro) con puntuaciones de una a cinco estrellas en cada interacción social en las que son protagonistas. Nadie escapa a este forma de puntaje, de manera que hay un sistema (el oscuro sistema) que tiene registrado el cuadro de los honores y las pifias de cada uno. Y a partir de los dictados del sistema, los ciudadanos y las ciudadanas tienen acceso a los parabienes sociales: créditos, integración en círculos sociales, asistencia sanitaria, etc.
Hasta aquí todo podría parecer una imaginativa especulación anticipatoria. Continuar leyendo «Series, ficción y futuro»