Hay un niño corriendo delante de una madre que lleva una alpargata en la mano. Hay una mujer que se encuentra a otra por la calle y se hablan por señas, y se hacen regañizas sin que se les escape ni una letra de la conversación. Hay un fumado que entra en la guagua para ir a trabajar por primera vez y se baja en la parada siguiente alegando que tampoco hay tanta prisa. Hay un cuñado que ejerce de ingeniero sin arrimarse mucho al fuego que su compadre lleva encendiendo hace una hora. Hay un vaso de Clipper sobre la mesa y una fiambrera con una ensaladilla rusa sobre la que naufragan una aceituna y diez tiras de pimientos morrones. Hay una señora que se llama Maruquita, y un niño que se llama Alersi, y un matao conocido por Feluco.
Y hay un mago que toca este paisaje humano con su acento cruzado de la retranca de Monagas y de la dicción popular de La Isleta, y todo lo que es caricatura se vuelve carne de isleño, y la Historia cobra otra dimensión sin faltar a la verdad.
Ay, Manolo, que me descuajeringas las mandíbulas, carajo. El Chistera se convierte en un aquelarre de carcajadas y de estómagos dolientes que lloran desternillados con el espejo que el mago les pone delante, para que se vean sus propias vergüenzas rehogadas en su fabulosa parodia. Chacho, chacho, chacho.
No hace falta más para la magia. El rugido del mago sobre el micrófono basta para que comience el desfile. A veces un niño se queja, ño, maaa, yo no fui; a veces una alpargata habla sola, esta ves alcansas, mira que te lo ha dicho; un borracho eruta; un travesti luce todas las plumas; un bocadillo de chorizo de Teror se lleva tres estrellas Michelín; un peninsular aprende un idioma nuevo. Es así como un isleño se siente archipielágico.
Ahora el mago deja a un lado el micrófono y queda para siempre adherida al aire una socarronería sana que no perece, porque está hecha con madera de ingenio, con la burla de nuestras manías y ridiculeces. La voz grave del mago, las inflexiones de la mujer protestona o del afeminado saleroso, van flotando desde el recuerdo a las calles del barrio de su infancia, y desembocan en las quijadas de todos los canarios de bien, que celebran su existencia y su poder infalible para la gracia.
Maaaa, dise el cura que allárriba no se pué reí uno. ¿Y entonse Manolo?
Qué sabrá el cura. Que espere a las próximas navidades, que ya los santos están cogiendo sitio para verlo.
Gracias por esta descripción divertida de la vida cotidiana , con el deje de nuestro habla.
¿Quien copia a quien?.
Manolo seguro que acepta este homenaje.
Fantástico relato del gran humorista, Manolo Vieira!
Gracias, Mary
Como se suele decir, «lo has clavado, chaval». El retrato de Manolo I de la Isleta que has hecho, así como el de su obra, refleja, como en un espejo, la imagen que todos los canarios tenemos de él. Pero, por encima de esa identificación automática con el personaje, está la forma en que lo haces, con esa prosa tan precisa y cautivadora. Gracias, Juanjo, por este homenaje al humorista isletero, que todos compartimos.
Mira por dónde, Juanjo, que conocía personalmente a Manolo Vieira cuando trabajaba como camarero en un bar al que solíamos acudir un grupo de amigos. No recuerdo exactamente el nombre del sitio, era por las inmediaciones de Las Canteras, y esto fue hace muchísimos años. Te cuento que él «relataba», con su peculiar estilo, que luego afinó y depuró mucho más, mientras la gente hablaba y, a veces, no prestaba atención. Un día dijo que les iba a tirar un zapato por falta de respeto, y se quitó el zapato y todo, en tono de burla, apretando la lengua y señalando con la punta al susodicho grupo molestón, al mismo tiempo que decía que iba a hacer lo mismo que Violeta Parra cuando en el restaurante de sus padres, donde Violeta y su hermana Hilda cantaban y tocaban la guitarra, para amenizar a la clientela, unos maleducados faltaban al respeto y ella les tiró el zapato. Verdad de la verdadera.
Y a mí se me escurre una lágrima, difícil de ver si es de tristeza por su ida o de risa por sus recuerdos. No me perdía sus actuaciones en Navidad o Año viejo/nuevo, escucharlo entonces, era como el sortilegio que auguraba la alegría y bonanza del nuevo año. Manolo era un verdadero humorista- retratista de lo cotidiano, de lo simple y más primario de nuestro ser canario. Pero no sólo sus chistes y anecdotario movía nuestra sonrisa, también su lenguaje no verbal, sus gestos, movimientos, cadencias, silencios…nos arrancaban, desde el primer momento con sólo su presencia, ataques de risa, de esa incontenible, contagiosa, que sale de lo más hondo de nuestras entrañas y nos hacía volver a la infancia, a situaciones inverosímiles o ridículas muchas veces vividas. Manolo nos ponía en conexión con ese hombre y mujer canari@s sencill@s, socarron@s, de humor sin doblez, que absorbe la vida a buchitos. Gracias Juanjo, un precioso recuerdo de un grande del humor.
Es el mejor epitafio que he leído nunca.
Muchas gracias, Emilio. Es un elogio que me honra, por mí y por Manolo.