Mi Wilson
Habrá pocos que no recuerden en la película Náufrago la relación que establece Tom Hanks con un fetiche al que atribuye la condición de acompañante durante una soledad devastadora. Se trataba de un balón de voleibol de la marca Wilson, de los pocos objetos que se salvan del naufragio y al que el protagonista convierte en acompañante en su aislamiento accidental.
El náufrago tiene tanta necesidad de compañía que no resiste la tentación de otorgar aliento humano, como el fuego de Prometeo, a un balón que según avanza la película va adquiriendo talla de ser vivo y sujeto de simpatía. Suena bien. La soledad impele a construirse un fetiche con el que mantener una relación que abone la sociabilidad sesgada por el aislamiento.
Por eso yo decidí hacer lo mismo en este tiempo de cuarentena. Y durante unos días me dediqué a observar los alrededores de mi casa, perdón, los interiores de mi casa, para hacer un casting riguroso y seleccionar a quien podría ser mi nuevo compañero o compañera de fatigas confinadas. Después de desechar calderos que se irritaban al calor del fuego, cojines sobreexplotados y empapados en sudor, lámparas envaradas incapaces del menor gesto de acercamiento y tantos y tantos objetos gastados por el uso me decidí por el cepillo de barrer.
Fue un flechazo. Mientras barría lanzaba la vista buscando el cascabeleo de Cupido al fijar los ojos en algún componente del paisaje del salón, pero el resultado era infructuoso. A punto de desistir, paré mi faena y me apoyé sobre él, con la barbilla sobre su extremo forrado de plástico. Fue entonces cuando el contacto dérmico con él descalabró mis hormonas. Lo cogí por el tronco, me lo alejé y debió de ser la sensación de dama que espera ser invitada a bailar lo que me sedujo al instante. Con mucha ceremonia le di la vuelta y se me quedó su cabellera hirsuta y bien alineada a la altura de mis ojos. Me persuadió su aspecto andrógino, sin insinuación de sexo pero con una clara vocación de ser humano para la compañía y el diálogo.
—¿Cómo es que he tardado tanto en darme cuenta? —le dije.
—Yo, sin embargo, sabía que tarde o temprano acabarías conmigo. El roce hace el cariño —me contestó, o al menos así quise que fuera.
E iniciamos una entrañable relación de tú a tú. Lo sentaba en el sofá frente al mío y le contaba cualquier trivialidad o cualquier fruslería sentimental. Un día era una esbelta muchacha radiante de simetría, y yo me acercaba a su melena negra y con ternura le limpiaba las puntas de pelusa antigua. Otro día era un atleta de cuerpo delgado, como un cangallo, y confundía los residuos que caían de su pelambre con el sudor de su vaivén barrendero. Y hablábamos abiertamente de todo. Él (o ella) me escuchaba atento, con su recia figura sobresaliendo del respaldo del sofá. Le conté que la soledad me estaba matando pero que su presencia en aquel salón comenzaba a llenar los agujeros de silencio y abandono por tantos días de confinamiento. Él parecía hacerse eco de todo mi basurero sentimental, incluso me parecía que sus cabellos cimbreaban como señal de su infinita comprensión. Hasta que llegó el día aciago.
—Tú no sabes lo que es el sufrimiento —me espetó sin preámbulos.
—¿Cómo?
Entonces me lo reveló todo. Hacía unos meses que había comprado un robot de limpieza, la rumbosa Roomba. Un artilugio electrónico que me había hecho las delicias soltándose a rodar por toda la casa y con la que me encontraba tan satisfecho que me gustaba dirigirme cariñosamente a ella como un chucho inquieto que iba de aquí para allá con una confianza asombrosa.
—Veía desde la rendija de la despensa cómo la tratabas, cómo dejabas que se acercara hasta tus pies y te cosquilleara, cómo le permitías que te hablara en chino mandarín para contestarle con requiebros amorosos, cómo le cogías por debajo el depósito de los residuos y frotabas y frotabas dentro de sus paredes y luego las humedecías hasta conseguir un brillo aguanoso. Y mientras yo, arrumbado y rebajado a trabajos eventuales, solo para los rincones adonde la princesa no puede llegar con su redondez aristocrática. Eso sí es sufrimiento y desolación.
Agaché la cabeza y reconocí mi falta de sensibilidad. Desde aquella tarde suelo llevarlo a dar una vuelta por el trastero cuando pongo en marcha el robot, para evitarle el espectáculo que le desata los celos. Sigo hablando con él (o con ella) todas las tardes, incluso le pongo a su lado una infusión que me agradece porque al acabar la conversación se la rocío por su cabellera para que sienta que la humedad no es patrimonio de las partes bajas de la Roomba.
He terminado por ponerle nombre, como hizo el náufrago con Wilson. Lo he llamado Hacendado, aunque en una esquina de su cabeza conserva su nombre de pila, Bosque Verde.