Harriet y Hadiza

Hace ahora quince años escribí un relato cuya fuente de inspiración había sido la información aparecida en un reportaje de TVE sobre la existencia de muchachas en una aldea de Tanzania llamada Singuino, que luchaban a diario contra el SIDA, las violaciones y la falta de regularidad en la escolarización. Llamé a mi protagonista Hadiza y la hice portadora de un espíritu combativo frente a otras que sucumbían a la fuerza de las adversidades. Hadiza renunciaba a la oferta de una bicicleta que le proponía un buscador de oro a cambio de dejarse someter a sus apetitos carnales, algo común en Gaita, comarca donde ocurren los hechos. Y con la bicicleta, a las muchachas que claudicaban se les facilitaba el largo trecho que tenían que recorrer para llegar a la escuela. Pero Hadiza antepuso su dignidad y el conocimiento del contagio del virus mortal, y siguió asistiendo a clase aunque tuviera que hacerlo recorriendo ocho o diez kilómetros diariamente.

Foto EL PAÍS SEMANAL

Cuando vi el reportaje en televisión recuerdo que me conmovió profundamente y sacó mis vergüenzas ante la magnitud de los problemas cotidianos a los que me enfrentaba en ese tiempo. Sé que se trata de una pirueta de los viejos hábitos morales que se agarran como un parásito de por vida a esa madama de bata negra que se llama culpa. Pero no pude evitar (y no sé si lo conseguiré alguna vez) someter la historia de las muchachas de Singuino al restallido del flagelo y entonces decidí que un modo de redención podía ser escribir un cuento.

Leo estos días un magnífico reportaje en El País en el que se describe la vida de una joven ugandesa, Harriet, que vive sorteando calamidades del mismo tipo: el SIDA, las violaciones, el cólera… y que mantiene incólumes sus expectativas de conseguir un resultado escolar valioso y útil para su deseo de ser educadora de los niños y niñas de su propia comarca. Harriet soporta el peso de la geografía y la historia que le han tocado y saca orgullosa la cabeza con su afán de servir a los suyos e ilusionarse con la docencia haciendo de monitora de un taller de música con niños y niñas de más corta edad. Todos los días Harriet come lo mismo, se pela al cero para disuadir a las hormonas de los machos, usa unos medios precarios de higiene durante la menstruación para evitar faltar a clase, vive en una cabaña expuesta a las embestidas del trópico con toda su artillería de lluvias, insectos y enfermedades, cuando no el sol rasgando las resistencias de las sombras mínimas de las acacias. Y aún así emerge su voluntad de seguir peleando a favor de lo justo, enseñándoles a sus compañeras cómo sortear los problemas que a ella misma le afectan.

Foto EL PAÍS SEMANAL

No escribiré un cuento (o sí, ya veré), pero sí diré que mi Hadiza y Harriet son apariciones bienvenidas, que escarban en la costra de sopor que obra en mi conciencia. Sin culpas, sin torturas, sin apocalipsis. Pero con los poros suficientemente abiertos para recordar que ficción y realidad se dan la mano en tantas ocasiones para tributar la valentía de la que uno carece.

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