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Presunta desgracia

Nos siguen conmoviendo los crímenes. Eso sí, a la manera del consumo volatilizable que tienen hoy las noticias: leer, estremecerse y pasar página. Pero por fortuna todavía se nos agita el ánimo, máxime cuando aparece una variante que retuerce el canon del crimen que bien podría reducirse al binomio arranque de ira y consumación. Es lo que me ha sucedido con la muerte de una mujer muy cerca de aquí, en La Matula, un barrio de la capital grancanaria.
Junto al evidente sobresalto por las circunstancias (todo indica que el presunto asesino la apuñaló, luego le puso un pijama limpio y por fin abrió el gas para causar un incendio que borrara las huellas e indujera a pensar en accidente), el hecho de que el individuo sufriera quemaduras en gran parte de su cuerpo y quedara en estado muy grave ha despertado mis inquietudes indagatorias, que no han de resolverse más que en la soledad de mis divagaciones.
Y la primera inquietud, que no es la más importante, desde luego, arranca cuando pienso en el destino de este individuo, alrededor del cual se ha movilizado un dispositivo de trabajadores sanitarios para salvarlo. Y ahí está la palabra que me araña, la que me perturba: la salvación. Todos los servicios médicos, cumpliendo con su vigorosa deontología, se conjuran para agarrar la vida del paciente y que no se vaya por el sumidero de la presunta desgracia.
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Hansel y Gretel en California

La primera imagen que me sobrevino cuando leí la noticia de los 13 hijos secuestrados por sus padres en California fue la de Hansel y Gretel, encerrados por la bruja en aquella quimérica casa de chocolate. Quizás pudo sugerírmela el escenario de los niños, que padecían el tormento del engorde para ser devorados por la malvada anciana.
Pero ese aire de fabulación con final feliz que respira el cuento recopilado por los hermanos Grimm y que tanto ha contribuido a alimentar la catarsis infantil, ávida por naturaleza del triunfo del bien, se diluye como un azucarillo cuando uno entra a diseccionar el espectáculo dantesco que hallaron los agentes de la policía en cuanto les fue posible acceder a la casa de los Turpin, apellido del matrimonio verdugo. Cualquier cosa que se diga sobre la noticia puede caer inmediatamente en un lugar común: ¡qué monstruosidad!, ¡qué va a ser de esos niños!, ¿cómo se pudo mantener oculto tanto tiempo a ojos de la vecindad? Y seguiríamos agregando expresiones de nuestra perplejidad, sensibles como somos a las manifestaciones del mal. Yo también participaría de esa repuesta primaria y la alinearía junto a otras abyectas conductas que han dejado al descubierto el lado demoníaco del ser humano.
Sin embargo, para no quedarme a las puertas de la banalización de la noticia y su disolución entre las otras correrías que acaecen a diario, me tienta cartografiar el mapa de la maldad que se ha ido configurando y reconfigurando en las cabezas de esos padres perversos. Y la primera ocurrencia que tengo es que en ese mapa pudo existir en algún momento la llanura de una voluntad benevolente. Ese matrimonio debió de pensar que esa era la mejor contribución a la cohesión familiar, por ejemplo. El control, la uniformidad, la obediencia. Hay etnias, sectas y grupos religiosos que practican modalidades parecidas.
Pero conforme me van llegando los detalles del espanto, hay una fractura en la percepción de esa imaginada benevolencia que desata en ese mapa volcanes de horror, cascadas de crueldad, un río caudaloso de depravación. Continuar leyendo «Hansel y Gretel en California»