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La primera afroamericana que…

Me dispongo a tributar un merecido homenaje a Phillis Wheatley, primera mujer afroamericana en publicar un libro a finales del siglo XVIII, cuando ese cartero instantáneo que es Google me entrega de urgencia las noticias que se vierten ahora mismo sobre Oprah Winfrey, la actriz y presentadora, también afroamericana y también primera mujer, en este caso, en recibir el premio Cecil B. DeMille. Oprah acaba de ser elevada a los altares por un demoledor discurso contra los abusos sexuales en la entrega de los Globos de Oro, y en pocas horas ya la han situado al frente de los aspirantes a la Casa Blanca. Pero apenas refulge el primer destello de su valía, cuando la sombra le cae encima como una maldición jaleada desde las bambalinas diabólicas de sus enemigos, y las redes se llenan de antiguas fotografías de la mujer cautivada por el encanto maloliente de Harry de Hollywood, el depredador, sembrando de dudas la autenticidad de su discurso. Y como si tuviera que pagar por haber exhibido su poderío retórico en contra de la violencia masculina, (o como si esa maldición dejara de ser metafórica para convertirse en plaga real), la luminosa primera afroamericana que podría llegar a presidenta de EEUU sufre una avalancha de lodo en su casa de California, que apaga el resto de esplendor aún vibrante en su memoria tras su emotiva intervención.
Es un paréntesis que me deja perplejo, que me dibujo como si la verdad deviniera en muñeca de trapo a la que unos niños indolentes golpean, arrojan contra el suelo y desgarran.
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Pasen y vean

Coincidieron hace poco en la televisión dos espacios en que el silbo gomero aparecía como espectáculo. En uno, la retransmisión del Concierto de Navidad de Puertos de Tenerife, se introducía como una cuña sonora en la pieza musical «Leyenda de Gara y Jonay». En otro, el programa «Little Big Show», el silbo se exhibía como el prodigio de dos niños gomeros que se intercambiaban frases a distancia para fascinación de los presentes en el plató. Un intercambio que el presentador ensalzaba con gran alarde verbal al modo de los maestros de ceremonias de un circo.
Esta costumbre ancestral que para sus quehaceres domésticos practicaran los habitantes de La Gomera, ajenos al destino artístico o circense de su lenguaje, se muestra ahora en los escenarios como una atracción rayana en la magia que deleita por su exotismo. Es signo de los tiempos. Lo que ayer fue costumbre hoy se hace reliquia y se exhibe como un arcaísmo que produce fantástico y entretenido extrañamiento.
Me pregunto cuál de nuestras costumbres actuales alcanzará antes el mismo destino que el silbo gomero. Dado que este constituía un medio de comunicación que fue quedando obsoleto, centro mi interés en los hábitos contemporáneos de comunicación interpersonal, cuya evolución observo con indisimulado escepticismo. Y en un golpe de alucinación visionaria acierto a imaginarme en un plató de televisión cargado de público a un presentador que introduce con toda la fanfarria y sensacionalismo el siguiente espectáculo:
«¡Señoras y señores! A continuación un grupo de personas de distinta edad y condición se colocarán en el centro del escenario y comenzarán a conversar, sin que medien envíos previos de wasaps o similares, mirándose a la cara todo el tiempo, prestando atención a sus interlocutores, sin dispositivos en sus manos, ¡a palo seco!, riéndose con carcajadas salidas de su propia garganta, asintiendo o negando con su propia cabeza, frunciendo su propio ceño, gastando saliva con sus intervenciones. ¡Increíble!, ¿no? Continuar leyendo «Pasen y vean»