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Blancanieves en Auschwitz

En las paredes de uno de los barracones del funesto campo de Auschwitz apareció un mural polícromo en el que reinaba la figura de Blancanieves y sus enanos. Sobre un fondo verde lima y un azul luminoso, los personajes del célebre cuento bailaban al son de una probable melodía almibarada. ¿Qué había ocurrido? ¿Un ataque repentino de ternura en el corazón putrefacto de la dirigencia del campo? ¿Otra vuelta de tuerca a la depravación para asesinar impregnando de ensueño la retina de las víctimas?

Una muchacha judía checa, Dina Gottliebova, dotada con el genio del dibujo, había colaborado con el artista Freddy Hirsch para montar un musical en Auschwitz con el fin de entretener la vida sombría de los niños allí encerrados. El espectáculo (¡qué concesión más generosa a la lengua!) resultó exitoso, y así como la danza y las canciones se esfumaron acabado el acto, el mural se fijó como una gota de fantasía rutilante en el ceniciento entorno del barracón agraciado. La obra destelló de tal forma que aguijoneó las pupilas de Mengele, el médico siniestro con apellido de mosquito causante de enfermedades tropicales. Dina es Blancanieves, que baila con los enanos de su aciago destino la danza de la muerte, atrapada en el bosque penumbroso del exterminio, pero fantasea con que algún milagro con rostro seráfico la salve de su condena.

Mengele preguntó por el autor de la pintura, y enterado de su identidad decidió llevar a la dibujante a su despacho. Allí le propuso que trabajara para él realizando retratos de gitanos que iban a ser objeto de sus experimentos dirigidos a demostrar la impureza de las otras razas. Esto último, claro está, no entra en la conversación. La muchacha (podríamos imaginarla resignada, servil, su estómago encogido y el olfato turbado por tufaradas de éter y formol) se sienta ante el preboste y escucha de su boca la versión atractiva de lo que se parecería a un ejercicio de posado en una Escuela de Bellas Artes. Pero Dina Gottliebova ha captado la importancia de los retratos para Mengele e intuye que forman parte de alguna de sus macabras trapisondas. Y no solo no dice sí de entrada sino que se atreve a desafiarlo: «Quiero garantías de que vamos a ser liberadas mi madre y yo. De lo contrario me arrojaré contra las alambradas electrificadas del campo.»

Mengele es la madrastra que le ofrece la manzana del mal para que la muchacha muerda y lo acompañe ebria de conciencia en la aventura de sus experimentos.

Apremiado por la urgencia de presentarle a Hitler el informe completo para la demostración de la prevalencia de la raza aria, y sabedor de que necesitaba los retratos que encargaría a la artista, toda vez que le exigiría que deformara algunos rasgos para corroborar sus tesis, el médico debió de sorberse las babas de su tiranía y accedió a las condiciones de Dina.

Después de varios años de acabado el Holocausto, se podía ver a la artista checa paseando por las calles de París y asistiendo a la Académie de la Grande Chaumière, donde refinaría el pincel que la llevaría a la Warner Brothers a colaborar con la célebre película de Disney Blancanieves y los siete enanitos.

Dina Gottliebova pudo perecer en algún momento de hartazgo o soberbia de su madrastra, pero no ocurrió así. En el cuento tradicional, cuando llevan a la protagonista en el ataúd, aparentemente muerta por la acción de la perversa, un tropiezo del féretro provoca que Blancanieves escupa el trozo de manzana y se libere del veneno. Su vuelta a la vida en la memoria ancestral de la infancia fue decisiva para que Dina Gottliebova sobreviviera al horror.

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Harriet y Hadiza

Hace ahora quince años escribí un relato cuya fuente de inspiración había sido la información aparecida en un reportaje de TVE sobre la existencia de muchachas en una aldea de Tanzania llamada Singuino, que luchaban a diario contra el SIDA, las violaciones y la falta de regularidad en la escolarización. Llamé a mi protagonista Hadiza y la hice portadora de un espíritu combativo frente a otras que sucumbían a la fuerza de las adversidades. Hadiza renunciaba a la oferta de una bicicleta que le proponía un buscador de oro a cambio de dejarse someter a sus apetitos carnales, algo común en Gaita, comarca donde ocurren los hechos. Y con la bicicleta, a las muchachas que claudicaban se les facilitaba el largo trecho que tenían que recorrer para llegar a la escuela. Pero Hadiza antepuso su dignidad y el conocimiento del contagio del virus mortal, y siguió asistiendo a clase aunque tuviera que hacerlo recorriendo ocho o diez kilómetros diariamente.

Foto EL PAÍS SEMANAL

Cuando vi el reportaje en televisión recuerdo que me conmovió profundamente y sacó mis vergüenzas ante la magnitud de los problemas cotidianos a los que me enfrentaba en ese tiempo. Sé que se trata de una pirueta de los viejos hábitos morales que se agarran como un parásito de por vida a esa madama de bata negra que se llama culpa. Pero no pude evitar (y no sé si lo conseguiré alguna vez) someter la historia de las muchachas de Singuino al restallido del flagelo y entonces decidí que un modo de redención podía ser escribir un cuento.

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Poetisas que vivieron

Anne Sexton, Sylvia Plath, Teresa Wilms, Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, Violeta Parra. Una hebra tenue de poesía las cose a la vida, que dejaron precipitadamente para adentrarse en la neblinosa estancia de cuya incertidumbre dieron fe sus propios versos. No admiramos el valor o el quebranto para replegarse a la sombra de la eternidad de estas mujeres que lucharon contra sus monstruos y que hicieron de la derrota un monumental homenaje al laberinto que nos habita a los seres humanos. Ni admiramos el mito, el esplendor de la tragedia que rodea el día de su partida. Dicen que Anne Sexton se fue el mismo día que se entrevistó con su editora para coronar su última y valiosa obra. Teresa Wilms, alentada por sus trastornos y poco tiempo después de presenciar el arrebato de un enamorado admirador que se descerrajó un tiro frente a ella. Alfonsina Storni, ya saben, alimentando la leyenda de su dulce abismarse en el mar. Y así tanta épica, Violeta y el disparo maldito antes de su actuación; Alejandra, y la desobediencia de su cordura; Sylvia, las fuerzas que emigraron.
Las admiramos porque el poderoso músculo de su poesía, la sensibilidad y el atrevimiento para desnudar su angustia y ofrecérnosla con la clarividencia de quien sabe mirar por debajo de la superficie han logrado convertir su partida en una locura sabia, una equivocación magistral, una caída a un pozo de luz.
Hay una huella de amante intensa, amante del amor y de la vida, que me apoca y arrincona la visión sesgada que como hombre he podido construir sobre el hondo latido de las cosas que pasan a mi alrededor. No son heroínas pero ¿cómo llamar a quienes tiran de mi melancolía y me la llevan a rociarles versos como pétalos de crisantemos sobre su recuerdo?
Es un acto de justicia que no responde a ningún aniversario, ni a ninguna coincidencia simbólica. Es una pulsión de fanático por el corazón erudito de mujeres que supieron bucear en las calderas de la existencia y que se dejaron quemar felizmente supurando de brillo a través de sus poemas.
Converso con ellas porque han dejado versos como puentes, para saltar al otro lado, donde han de estar celebrando que no hay invierno celestial que eclipse la esencia de lo que fueron sus primaveras.
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