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¿Dónde están las llaves?

Ya sé que al leer este título habrá prendido la chispa jocosa que todos tenemos en la punta de la lengua y habrá estallado un matarile más rápido que un tuit de Vox contra Pedro Sánchez. Pero la cosa es más seria. Cuando la cuarentena ha convertido cada día en una clonación rigurosa del anterior, cualquier acontecimiento que tuerza el destino ineluctable de la jornada es recibido con la emoción de las sorpresas o con la fatiga del cambio de plan. Y como me he descubierto durante estos días como un verdadero hombre ávido de peripecias, que hace de su viaje desde el sofá a la silla del comedor una aventura de la magnitud de las de Juan Sebastián Elcano, encontrarán lógica mi inmediata reacción cuando mi mujer con su peculiar inflexión reconocida en bastantes casas del vecindario gritó desde la planta baja: ¿Tú has visto mis llaves?

No lo dudé. Era mi oportunidad. Si yo era capaz de encontrarlas tendría como retribución un cheque en blanco para verme diez capítulos seguidos de mi serie predilecta Investigación de andar por casa, sin tener que rendir cuentas en la cocina, ni frente a la lavadora, ni atado al cepillo o la fregona como un esclavo de Luisiana.

Abrí mi armario y saqué una gabardina del año del cólera, me encasqueté el gorro de paja que uso en la fiesta de La Rama y me puse las gafas de soldador para completar la planta de Sam Spade que iba adquiriendo ante el espejo. Con esa facha bajé las escaleras todo lo rápido que pude para no darle tiempo a mi mujer a que pensara demasiado.

—Pero ¿qué…

—Señora, detective Mac Ario, ni bueno ni malo sino lo contrario. A su servicio. Me ha informado mi secretaria de que ha denunciado la desaparición de sus llaves. ¿Es correcto?

—Buenooooo…, con todo lo que tengo yo que hacer.

—No hay tiempo que perder. La desaparición de unas llaves puede tener consecuencias desastrosas. En manos de un desaprensivo puede constituir un arma de efectos devastadores. Cualquier malhechor podría entrar a robar a sus anchas, darse un banquete y… ¡hasta satisfacer sus apetitos sexuales!

—No me caerá esa breva.

—¿Cómo dice, señora?

—Nada, nada. Busque la llave, hágame el favor.

Usando el móvil como grabadora me dispuse a abrir la investigación con la sistemática de un profesional del ramo.

9.00 Grabando. Comienzo mi informe a las 9 horas del día 65 del confinamiento. La víctima, mujer, mediana edad.

—Será posible, sinvergüenza, que no sepas cuántos años tengo.

Rectifico. Mujer, estoooo, Capricornio por más señas. Estado, agitado.

—Agita sí que me tienes tú a mí, con esa facha y con las camas sin hacer.

 Iniciamos las pesquisas en la cocina. Reconstruyendo los hechos.

—Repase, señora, los movimientos realizados esta mañana en este local.

—¿Tú eres simplón o qué? Como siempre, hice el café, fregué, calenté la leche, saqué el pan, barrí, le eché de comer a la perra, pelé las verduras, puse el potaje al fuego…

—Un momento, un momento, demasiadas acciones para el informe.

 La víctima despliega actividad frenética en corto espacio de tiempo. Buscamos en lugares sospechosos.

—¿Ha mirado en la nevera?, ¿despensa?, ¿bote de los garbanzos?, ¿cubo de la basura?, ¿azucarera? No podemos descartar nada. Necesito informe más preciso.

 9.15 Solicito informe a mi secretaria. Requiero estudio de volúmenes y espacios en cocinas.

—A lo mejor se las puse al potaje a falta de un hueso de jamón, ¡serás totorota!

 9.20 La víctima comienza a recordar con lucidez. Pasamos a cuarto de baño. Comprobamos muestras de orín en borde del retrete.

—Hay huellas recientes en este borde, señora, evidentemente usted ha podido pasar por aquí.

—A ver si ahora va a ser mío todo el goterío que vas dejando tú, que no aciertas con el canuto ni que te pongan un fonil en la punta.

 9.30 Descartamos retrete por evidente superposición de huellas con otros inquilinos de la casa. Pendiente de análisis de laboratorio forense.

Analizamos armario tocador en baño. Procedemos a su desalojo. Inventariamos elementos: crema para la cara de día, crema para la cara de noche, crema para la cara de media tarde, crema para las manos, crema para los dedos, crema para los padrastros, pintalabios encarnado, pintalabios canelo, pintalabios canelo flojo, estuche de lápices Alpino o similar, frasco de perfume Chanel, frasco de Armani, frasco de colonia Hacendado sin desembalar con etiqueta donde aparece mensaje «Con cariño, tu marido», pintura de uñas primera imprimación, pintura de uñas segunda imprimación, primer barniz, segundo barniz, decapante y mano final de tela asfáltica o similar, frasco de Varón Dandy (evidente error de ubicación o sospecha de maniobras oscuras en la intimidad) y etcétera. Imposible inventariar el armario al completo por baja batería de la grabadora.

—¿Recuerda algún otro sitio por donde ha podido pasar esta mañana?

—Sí, estuve en El Corte Inglés a las siete, a probarme un conjuntito.

9.40 Detective Mac Ario recapitulando. Paso de la víctima por la cocina. No hay rastro de paso del marido salvo algunas manchas de mantequilla al levantar la tapa de la basura. Paso fugaz de la víctima por el baño solo para tirar de la cisterna por negligencia de inquilino. Descartada ubicación de llaves porque la mascarilla de pepino de la víctima no requería el aseo. Procedemos con la perra.

—Hay que contar con el sitio más inesperado.

—¿Qué vas a hacer con la perra?

—Procedimiento de zangoloteo preventivo, señora. La perra ha podido ingerir el arma homicida en un descuido.

9.50 No se constata cascabeleo interior en cuerpo de la perra. El animal presenta síntomas evidentes de mareo. Se necesita análisis veterinario para decidir si falla la digestión del animal o el procedimiento ha superado los parámetros del zangoloteo.

El sonido del timbre de la puerta me desconcentró por completo.

—Deja la perra en el suelo y vete a abrir, anda.

—¿Tú cerraste con llave la puerta de la calle anoche?

—Pues claro, como siempre.

—Entonces déjame tus llaves, que las mías las tengo arriba.

—¡Ditoseahdioh!

—¡Chasssss!

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Duelo de titanes

Habíamos quedado en vernos en el saloon, el único sitio que estaba abierto después de que la pandemia hubiera echado el cerrojo a todas las cantinas. Solo los perros ladraban a gusto por la calle polvorienta del pueblo. Había tenido un sueño pesado, con decenas de disparos provenientes de la oscuridad a cual más certero en el corazón de mi insomnio. Ella ya se encontraba acodada en la mesa central, vestida con su camisa fringe y su sombrero de ala ancha levemente ladeado. Por debajo de la mesa refulgían las espuelas de sus botas, un brillo que anunciaba más beligerancia que adorno. Se llamaba Friedga Losplatos.

Apenas se levantó el sombrero para mirarme supe que no iba a ser fácil batirla en el desafío. Su rostro disparó sin pólvora sobre las legañas todavía encostradas en mis ojos somnolientos. Mi nombre es Warrien Doelpiso y quiero contarles lo que sucedió aquella mañana, la número 60 del confinamiento.

Quise abrir la boca para darle los buenos días, porque un cowboy no pierde nunca las buenas costumbres aunque se halle ante el peor de los forajidos. Pero ella no me permitió despegar los labios:

—Como siempre, eh, Warrien, sobando sábanas sin tino y yo ya llevo dos lavadoras. Mal día elegiste para el duelo, Warrien, estoy más caliente que el cura de Tegueste.

—Tengamos la fiesta en paz, Friedga, que ya tengo bastante con las papas del sancocho.

—Si al menos las pelaras, pero sacarlas del saco tampoco es asaltar un banco.

Tenía respuesta para todo. Me clavó en el sitio con los ojos de coruja engrifada y se terminó el carajillo de un solo buche. Chasqueó la lengua y me espetó:

—Alégrame el día, Warrien, y saca a la perra, que se está meando por las esquinas.

—Sin desayunar no soy un auténtico vaquero, Friedga.

—Ya estamos. Tú no eres vaquero ni con un escaldón a la orilla la cama.

—¿Qué has dicho, cretina?

—Anda, tira para la calle y saca al animal, que tienes menos luces que un coche de pedales —me gritó blandiendo su móvil con la mano derecha.

—¿Me amenazas, Friedga?

—Me tienes ahíta. O sales ahora mismo o le mando un wasap a mi madre para que venga a encerrarse con nosotros, ¡sin mascarilla! —replicó poniéndose de pie.

—Eso ha sido un golpe bajo, Friedga, y lo sabes. Y sabes que puedo descerrajarte veinte vídeos de Fernando Simón cantando Resistiré y petarte el móvil —le solté tirando mano al bolsillo y poniéndome frente a ella.

—Por fin, Warrien, ya tenía ganas de que llegara este día. Hoy comes mejillones de lata porque aquí la menda va a hacerse las uñas.

No, otra lata no, pensé. Ya nos hemos despalillado media despensa de latas de fabada y de mejillones en escabeche. Me tiene acorralado. Me conoce demasiado y sabe cuánta flatulencia cargo en mi Winchester rectal. Debo estar a la altura de lo que se espera de un pistolero. Me temblaban las yemas de los dedos sobre la pantalla del móvil.

—Escúchame bien, Friedga, te lo diré solo una vez. O te pones con un potaje con fundamento o serás la hazmerreír de tus amigas cuando les mande las fotos de tus croquetas de morcilla y jaramago, que terminamos echándoselas a la perra.

—Hazlo, atrévete a hacer eso y subo a Instagram el tutorial que usaste para freírte las papas.

Recordé a John Wayne en sus momentos de apuro: «El coraje es estar muerto y aun así tener el valor de ensillar».

—¿Sabes, nena? Creo que el confinamiento te ha trastornado y tu cabeza no rige bien para manejar un arma tan peligrosa como la que llevas en la mano. Así que ahora mismo vas a dejarla sobre la mesa y te vas a poner el delantal.

—¿Sabes, Warrien? Dormir tanto te ha dejado más parado que el caballo de un fotógrafo. No has aprendido en este confinamiento más que a hacer un queque y encima no se te levanta.

—Son palabras muy gruesas, Friedga, has cruzado el límite.

—Me refería al queque, Warrien, sabes que lo otro está en búsqueda y captura y sin recompensa.

Seguía frente a mí, impertérrita, sin un miserable parpadeo que acusara su debilidad. Ahora había disparado sin presionar el gatillo. Comenzó a encandilarme su estrella de sheriff y a mí se me aflojaron todos los músculos. Definitivamente, el desafío la cargaba de razón y si yo quería comer como es debido y cumplir como un hombre en sus obligaciones maritales después de tanta cuarentena tenía que ceder a sus requisitos.

—Que sea la última vez, Friedga. Dame la correa de la perra.

—No, la correa de la perra la coges tú. Y sí, será la última vez que te levantes a las mil y quinientas, porque mañana pones tú la lavadora, vas a Hiperdino y haces tú solito el potaje, que esta que está aquí tiene mucho en que pensar. ¿Me has oído, forastero?

Salí de mi casa sin decir palabra. Sabía que cualquier cosa que dijera sería en mi perjuicio. Pensé que la perra saldría desaforada pero no fue así. Se paró a unos metros de la puerta, me miró con ojos compasivos y con un aullido que sugería toda la comprensión que yo necesitaba pareció decirme: Anda, trae la correa, que hoy te llevo yo a ti.

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Ay, la radio

La ocurrencia me vino al despertar una mañana, cuando me desenredaba el cable de los auriculares del transistorcillo que me aprisionaba como una boa constrictor. ¿Y si en lugar de matar este insomnio puñetero oyendo un programa de radio tras otro lo hago con mi propio programa aprovechando el frenesí tecnológico que se ha disparado con el confinamiento?

Era mi última ocurrencia. Excéntrica, ya lo sé, pero el desafío a que nos somete este claustro laico y coronado exige actividad ocurrente si no queremos que las pocas neuronas que nos van quedando se pongan a bostezar en las esquinas de nuestros circuitos cerebrales.

Así que dicho y hecho. Tampoco pretendía ser tan original, por lo que tomé prestado el modelo de los programas confesionales de nocturnidad tardía y monté una campaña publicitaria reventando a mis amigos con wasaps, tuits y demás misivas electrónicas. Ya saben, envía y reenvía que si no le llega a tu prima le llega a tu tía.

Antes de los dos o tres días de plazo que me había impuesto para la inauguración, preparé mi operativo radiofónico: mi canal de Youtube, mis chats y mis dos teléfonos móviles. Por supuesto, suprimí la imagen, yo quería hacer radio de verdad, y además temía que esta cara de conejo amulado que llevo desde hace semanas fuera un elemento disuasorio. Y a las doce en punto del miércoles pasado lancé a las ondas mi joyita a la que puse por nombre «Di lo que se te antoje».

No habían pasado ni diez segundos cuando recibí la primera llamada:

Hola. ¿Con quién hablo?

—Con Nepomuceno.

—¿Nepomuceno? Qué nombre tan… tan… tan largo. Y ¿qué se te antoja, Nepo? Perdona la confianza.

—Un bocadillo de chorizo de Teror y un vaso de Clipper.

—¿A estas horas? Recuerda, los gases por la noche…

—¿Qué pasa? ¿Tampoco voy a poder eructar cuando me salga del pito? ¿Tengo que esperar a la fase 4 o qué?

—Pero, Nepo, con un bocinazo de Clipper y chorizo puedes contagiar a media barriada.

—No, si te parece voy a pegármelo con mascarilla. Estoy hasta los mismísimos c…

 

—Siguiente llamada, ¿con quién hablo?

—¿Dónde aprieto aquí?, ¿y por dónde hablo?, ¿por este pinganillo? Ah, que eso es para la oreja.

—¿Sí?, ¿hola? Parece que nuestra oyente tiene alguna dificultad con la conexión. Al habla «Di lo que se te antoje», tu programa de desahogo favorito.

—Ay, mi niño del alma, que hace ya dos meses que no te veo.

—¿Mamá?

—¿Tú estás comiendo? Mira que me dijo Gregorito el del agua Firgas que fue a tu casa a repartir y te vio más flaco. Yo no quiero ni pensar que te vaya a dar ahora una pandemia en la sangre y te me quedes en los huesos.

—Anemia, mamá.

—Si yo pudiera llevarte el pucherito. Con los kilitos que coges tú cuando vienes a verme, que te pongo en el potaje su buena loncha de beico, su chorizo, su costilla…

—Bueno, mamá, otro día…

—Que después te me reviras y me dices que ahora eres vegetativo y no comes sino hierba. Pero yo ni caso, que te vas a creer tú que yo no pasé hambre en la guerra, que los gorgojos eran como langostas de gordas y…

 

—Gracias, queridos oyentes, por este cariño desbordante a un programa que inicia su andadura con la ilusión de calmar la ansiedad del noctámbulo, la desazón del confinado. ¿Sí?, ¿con quién hablo?

—Con Angustias.

—¿Y qué se le antoja a Angustias con tan bello nombre?

—Agradezco tu cortesía pero no cuela. Tengo el nombre ideal para dirigir el teléfono de la esperanza, ¿verdad? Bueno, a lo que iba. Quiero aprovechar esta oportunidad que me das para hacer un llamamiento desde mi Asociación para la Prevención de la Drogadicción.

—Adelante, Angustias.

—Señoras y señores encerrados, los polvos Royal no se esnifan. Si quieren un placebo para pasar el mono de esta pandemia háganlo con pan rallado o con gofio de millo. Y eso es todo. Y ya saben, si beben no conduzcan, aunque sea el carro de la compra. Aunque esto es para cuando se desescalen del todo.

 

—Hola, ¿quién tiene un antojo a estas horas de la noche?

—Oye, ¿tú sabes si en esta fase ya se puede comprar uno un pijama?

—Te comprendo, amigo oyente, habrás pasado horas y horas embutido en el mismo pijama y ya estará gastado, deshilachado, lleno de sietes, transparente y fino como la túnica de una cebolla, listo para convertirse en paño del polvo o limpia cristales.

—No, si yo duermo en pelotas, es que es el cumpleaños de mi cuñao y quería darle una sorpresa. Él se espera una maleta de viaje, ¿sabes?, pero mi hermana dice que ya se le ven hasta los glóbulos blancos cuando se lo pone por la noche.

 

—Di lo que se te antoje, amiga, amigo, estamos en antena para complacerte, para aligerar las horas rapaces del insomnio. ¿Sí?, ¿quién llama?

—¿Por qué no te tomas un garrafón de valeriana y vienes a acostarte de una vez?

—Cariño, que estoy en antena, cuelga, que tengo otra llamada entrante.

 

—Sí, ¿quién llama?

—Papá, o te callas ya y apagas la luz o me levanto y me pongo a jugar a la Play.

 

—Han debido de confundirse. Es normal. Este confinamiento perturba nuestros biorritmos y ya no se sabe ni qué número marcamos. Pero aquí está todo el equipo de esta emisora al servicio de una causa noble: tu noctambulismo pertinaz. «Di lo que se te antoje», nuestros oídos se brindan a escucharte.

 

—Dime, amigo o amiga, ¿qué antojo…

—Buenas noches, ¿tiene el número del gas butano? Se me acaba de terminar y a ver cómo me echo el buchito de café de medianoche.

—Lo mejor, querido oyente, es que se acueste, apague la radio y ya mañana será otro día.