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Docencia telemática

El confinamiento obligó a articular los mecanismos necesarios para mantener, con diferentes grados de intensidad, el sistema educativo en todos sus niveles. Ha sido una experiencia de impacto. De pronto, los intentos de introducción de recursos telemáticos en la enseñanza, precarios en unos casos, avanzados en otros, se vieron sometidos al imperativo de situación y debieron dejar de ser balbuceos innovadores para convertirse en procedimientos reglados, con modalidades variadas pero con patrones parecidos.

Lo que ha terminado siendo una inmersión obligada por las circunstancias ha dado lugar a un repertorio de experiencias, voluntades y aportaciones que bien haríamos si las pudiéramos recoger para convertirlas en principios de una cultura pedagógica que más tarde o más temprano habrá de adherirse a la enseñanza presencial. Y no se trataría de hacer un relato de anécdotas o un repositorio de instrumentos y actividades (algo sumamente valioso, por otra parte), sino de extraer conclusiones provisionales que con la aplicación de esta modalidad pedagógica pueden empezar a constituirse en gérmenes de una fundamentación de la cultura a la que me refiero.

Aun siendo tres los meses largos de aplicación, sería demasiado atrevido por mi parte elevar a definitiva cualquier apreciación. Hay muchas circunstancias que han contribuido a que la vertebración improvisada de una comunicación con el alumnado para mantener su rendimiento académico no fuera uniforme y tuviera sesgos que han determinado comportamientos muy variados, tanto en el profesorado como en los propios chicos y chicas. Pero voy a atreverme a realizar tres observaciones desde mi condición de profesor jubilado y ciudadano inmerso en territorio de confinamiento.

1.- La implicación intensiva de los profesores y profesoras en la tarea telemática genera una fatiga de distinta índole que la de la enseñanza presencial. Al mismo tiempo que se han ido aportando recursos y procedimientos, y se han ido prodigando las intercomunicaciones con el alumnado, ha ido apareciendo un cansancio que habrá que aprender a administrar con una reorientación más adecuada de la dedicación a las tareas. Está por ver si la improvisación y la creación acelerada de recursos han influido de forma decisiva, y la fatiga iría en retroceso cuando se dispusiera de un repertorio enriquecido de procedimientos.

2.- Las herramientas de comunicación (las plataformas que se han hecho tan populares estos meses), cuando se han empleado de forma colectiva para conversar en grupo no han tenido demasiado éxito, por la misma naturaleza de la plataforma, la cobertura o la disposición organizativa. Además, la falta de un hábito por parte del alumnado inherente al propio uso del medio digital ha podido incidir negativamente en el aprovechamiento de la herramienta. Sin duda, ya fuera del ámbito escolar hemos comprobado que la discusión colectiva vía telemática encierra unas dificultades singulares, por lo tanto, habrá de recorrerse mucho trecho en el propio ámbito de la ciudadanía para que podamos constatar que la cultura de la conversación colectiva por esta vía es trasladable al plano escolar.

3.- Obviando el carácter excepcional del confinamiento pero considerando que la expansión de la enseñanza telemática es incontestable, el uso del ordenador como medio de aprendizaje, como medio de comunicación personal (redes sociales, correo) y como medio de ocio (vídeos, música) ofrece dudas respecto al tiempo empleado, y la cultura y los hábitos sociales que se derivan de ese hecho. Añádase al ordenador su apéndice umbilical, el móvil, que tanto monta… Esa sobredosis de virtualidad va en detrimento de la sociabilidad higiénica que las personas necesitan. Por tanto, el uso del ordenador como herramienta de aprendizaje debería tener las restricciones propias que favorezcan las relaciones sociales y el acceso a actividades grupales presenciales. El sistema educativo no puede prescindir de este principio básico. En el equilibrio entre innovación tecnológica y formación cívica y social radica el valor de la educación que viene. Y no solo se requerirá de reglamentaciones y diseños curriculares. Habrá que echar mano de los recursos tradicionales que siempre nos han salvado a los docentes, y por ende al alumnado: el arte y el estilo.

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Color de siglas

Hace unos días intervino indignado el diputado Íñigo Errejón en el Congreso con motivo de la proposición no de ley para retirar las condecoraciones a torturadores franquistas como González Pacheco, conocido como Billy el Niño. Y su intervención, que bien pudo haber tenido mayor carga ideológica e histórica, se deslizó por el terreno más familiar por la insistencia de los diputados de Vox y Ciudadanos en que se trata de un tema manido y traído al Congreso con ánimo revanchista. Íñigo Errejón apeló espontáneamente al ejemplo de su padre en su condición de víctima de las torturas del célebre policía de la Dictadura.

Días más tarde pude escuchar a José Antonio Errejón relatando los pormenores del horror y confirmé la dimensión de la herida que había causado la indignación de su hijo. Sabiendo cómo respiran las tribus del Congreso me resulta fácil imaginar la rabieta de unas por el retraso histórico en la reparación de la injusticia y el hartazgo de las otras por el oportunismo y el berrinche sistemático con los asuntos relacionados con el franquismo.

Como sé por boca de compañeros afectados que la crueldad de las comisarías fue real, no me molesté en alimentar mi propia indignación porque reconozco que el tratamiento del asunto forma parte de la liturgia desvirtuada del debate político y, a diferencia de lo que sucede con el organismo humano, la fiebre (también llamada calentura) no contribuye a mejorar el sistema inmunológico frente a los despropósitos. Y corroboré de nuevo que el dolor en la reciente historia de España sigue teniendo color de siglas, filtro de intereses, sensibilidades con anestesia.

Escuchando al padre de Íñigo Errejón, me vinieron a la memoria los días aciagos en que ocurrieron el secuestro y la ejecución de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA. La imagen de aquel muchacho de aire indefenso no hacía más que encenderme por dentro y apagar todas las luces del análisis político. Suponía los detalles de su angustia, el agujero de pavor que ya estaba perforado en su estómago antes que el de la nuca, la desolación de su familia y sus allegados, y me revolvía por dentro buscando una válvula de escape para una rabia que me superaba. Y lejos, muy lejos de estas sensaciones de primer plano estaba el recuerdo de que se trataba de un concejal del Partido Popular.

Una de las fortalezas que apuntalan la democracia es el consenso, que no es otra cosa que más democracia. Sostengo desde hace tiempo que es necesaria la construcción de puentes que liberen del corsé partidario todo lo que se discuta en el plano político y que al menos pueda haber asuntos abordables por encima del argumentario de las tribus. Sea una ingenuidad o no, es preferible mantener ese pensamiento antes que arrumbarlo y salir cada día con la escopeta cargada. Pensé que la presencia de José Antonio Errejón a través del discurso de su hijo podría reproducir en la conciencia de los diputados que lo tacharon de oportunista y manido la escocedura de los cigarrillos que González Pacheco apagaba en la planta de los pies de los demócratas torturados. Y aun así confío en que habrá alguno que estará a la altura de su dignidad y al menos albergará la duda de que una herida tan honda no es una impostura ni tiene color de sigla. Si ese pensamiento subsiste, aun estando por debajo del argumentario obligado, estaremos en condiciones de salir de las trincheras y concebir cuál sería la naturaleza de los puentes que refuercen la democracia en España.

Hace unos meses el dirigente de Nuevas Generaciones del Partido Popular y diputado en el Congreso, Diego Gago, felicitó en un tuit a Omar Anguita, también diputado por el PSOE, con ocasión de la toma de posesión de su escaño. Como era de esperar, el gesto desató susceptibilidades en los respectivos partidos. A lo mejor fue un gesto evanescente, pero ocurrió. Y estoy convencido de que el tuit no tenía dobleces cromáticas.

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¿Y si Godot fuésemos…? Literatura para después de la pandemia

También ahora es posible superar la perplejidad en que nos ha dejado sumidos esta sacudida que ha experimentado el planeta. Superar la perplejidad no significa acertar con la solución, sino salir del impacto al menos con un lenguaje que se acerque más a la salvación colectiva que a la ruina de los de siempre. Como en otras épocas de la historia de la Humanidad, la literatura adquiere el valor de describir, con mayor precisión que el silencio estupefacto o el grito desesperado, qué es lo que nos pasa, qué es lo que nos espera y qué es lo que nos gustaría que ocurriera.

Cuando recurrimos a T. S. Eliot y su poema «La tierra baldía» para visualizar el fantasma de la devastación que asoló Europa en el período de entreguerras, lo hacemos porque además de la crónica de lo que sucedió necesitamos conocer la música de fondo, la partitura conformada con los sentimientos y las sensaciones de quienes asistían desolados a los campos arrasados por la guerra y la muerte. A orillas del Leman me senté a llorar./Dulce Támesis, discurre plácidamente, hasta que termine mi canción./Dulce Támesis, discurre plácidamente, pues no hablaré alto ni extenso… La voz del poeta saca a la luz pública una melodía triste cosida con los retales de miles de almas rotas que tal vez miraban con perplejidad parecida la calamidad que les había sobrevenido de forma injusta. Necesitaremos la inspiración de esa voz hermosísima para nombrar el nuevo paisaje humano que ha empezado a pergeñarse tras la conmoción. Y nuestros herederos (como hicimos nosotros con Eliot) reconocerán que aparte de la anécdota del encierro y de la paralización de las actividades sociales y económicas hubo durante la pandemia una trama de actitudes y sentimientos atravesados por fuertes dosis de incertidumbre. Algo así: Contemplábamos con el corazón encogido cómo de la noche a la mañana se despoblaron las calles y se extendió el silencio como una mancha de aceite. Recluidos en sus casas en una suerte de presidio confortable, los ciudadanos tocaban en la puerta desde dentro hacia fuera musitando: ¿Alguien puede explicar algo?

Los que hemos tenido la suerte de esquivar al innombrable, habremos celebrado un triunfo agarrados al talismán de la buena salud y habremos recompuesto nuestra desbaratada normalidad reencontrándonos con nuestros allegados. Por eso también necesitaremos decir, en nuestro relato de los sucesos, que hubo una alegría consecuente que se fue filtrando en las calles y que iluminó el semblante sombrío de la ciudad apagada. Algo que tal vez ocurriera en la Europa de la posguerra cuando el fin de la contienda comenzó a pregonarse por todos los rincones del viejo continente.

Sin embargo, en Europa se respiró de alivio y se desplomó la fe (no únicamente la religiosa) a un tiempo. Un autor como Samuel Beckett construyó un canónico monumento a la desesperanza escribiendo Esperando a Godot, y de nuevo la literatura supo certificar que el sentir del ser humano tenía el color gris del desasosiego. Por más que lo esperemos, Godot no vendrá jamás porque Godot no existe, y por tanto solo nos queda resistir, y resistir es el germen del absurdo.

Junto al lenguaje áspero con que se relata el desplome del PIB, la extensión del paro y el empobrecimiento general, requerimos otro lenguaje que nos provea de un sentimiento y una predisposición diferentes a los de la terrible sombra que se cierne sobre el mundo y nuestro mundo cercano después de la pandemia. Nada fácil, porque hay que comer y eso prevalece por encima de las frivolidades estéticas. Pero en nuestra crónica del suceso aciago de nuestros días dejaremos constancia de que al menos lo intentamos.

Le tocará a la literatura inmortalizar los esfuerzos de las mujeres y los hombres que se aplicaron en guardar las esencias de la condición humana. Que velaron por que no se desplomara la confianza, que se guiaron por el principio de que todos nos conciernen a todos, que hicieron causa común contra las mentiras y falsedades más abyectas, que combatieron a favor del conocimiento y la educación, que tendieron puentes por encima de las aguas más turbulentas. Suena a embriaguez de ingenuo deseo. Lo entiendo, pero había que nombrarlo. Claro, que antes de que la literatura se pronuncie hacen falta la carne y el hueso de estos seres humanos, pero no tendrían por qué ser héroes.

Inventaríamos así nuestro Godot particular. Sería un Godot con la misma carne y el mismo hueso que tú y que yo. El propio Samuel Beckett sufrió (y esto fue real) un impacto de órdago cuando viajaba en avión y en medio del vuelo se puso al aparato el comandante y comenzó su intervención diciendo: Buenos días, les habla el comandante Godot. El escritor entró en una brevísima crisis de credulidad y por un momento pensó que su personaje cobraba vida y que devolvía a la Humanidad la fe amputada por la tragedia.

No hace falta volar tan alto para identificar a Godot. Puede que esté a la vuelta de la esquina.