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Duelo de titanes

Habíamos quedado en vernos en el saloon, el único sitio que estaba abierto después de que la pandemia hubiera echado el cerrojo a todas las cantinas. Solo los perros ladraban a gusto por la calle polvorienta del pueblo. Había tenido un sueño pesado, con decenas de disparos provenientes de la oscuridad a cual más certero en el corazón de mi insomnio. Ella ya se encontraba acodada en la mesa central, vestida con su camisa fringe y su sombrero de ala ancha levemente ladeado. Por debajo de la mesa refulgían las espuelas de sus botas, un brillo que anunciaba más beligerancia que adorno. Se llamaba Friedga Losplatos.

Apenas se levantó el sombrero para mirarme supe que no iba a ser fácil batirla en el desafío. Su rostro disparó sin pólvora sobre las legañas todavía encostradas en mis ojos somnolientos. Mi nombre es Warrien Doelpiso y quiero contarles lo que sucedió aquella mañana, la número 60 del confinamiento.

Quise abrir la boca para darle los buenos días, porque un cowboy no pierde nunca las buenas costumbres aunque se halle ante el peor de los forajidos. Pero ella no me permitió despegar los labios:

—Como siempre, eh, Warrien, sobando sábanas sin tino y yo ya llevo dos lavadoras. Mal día elegiste para el duelo, Warrien, estoy más caliente que el cura de Tegueste.

—Tengamos la fiesta en paz, Friedga, que ya tengo bastante con las papas del sancocho.

—Si al menos las pelaras, pero sacarlas del saco tampoco es asaltar un banco.

Tenía respuesta para todo. Me clavó en el sitio con los ojos de coruja engrifada y se terminó el carajillo de un solo buche. Chasqueó la lengua y me espetó:

—Alégrame el día, Warrien, y saca a la perra, que se está meando por las esquinas.

—Sin desayunar no soy un auténtico vaquero, Friedga.

—Ya estamos. Tú no eres vaquero ni con un escaldón a la orilla la cama.

—¿Qué has dicho, cretina?

—Anda, tira para la calle y saca al animal, que tienes menos luces que un coche de pedales —me gritó blandiendo su móvil con la mano derecha.

—¿Me amenazas, Friedga?

—Me tienes ahíta. O sales ahora mismo o le mando un wasap a mi madre para que venga a encerrarse con nosotros, ¡sin mascarilla! —replicó poniéndose de pie.

—Eso ha sido un golpe bajo, Friedga, y lo sabes. Y sabes que puedo descerrajarte veinte vídeos de Fernando Simón cantando Resistiré y petarte el móvil —le solté tirando mano al bolsillo y poniéndome frente a ella.

—Por fin, Warrien, ya tenía ganas de que llegara este día. Hoy comes mejillones de lata porque aquí la menda va a hacerse las uñas.

No, otra lata no, pensé. Ya nos hemos despalillado media despensa de latas de fabada y de mejillones en escabeche. Me tiene acorralado. Me conoce demasiado y sabe cuánta flatulencia cargo en mi Winchester rectal. Debo estar a la altura de lo que se espera de un pistolero. Me temblaban las yemas de los dedos sobre la pantalla del móvil.

—Escúchame bien, Friedga, te lo diré solo una vez. O te pones con un potaje con fundamento o serás la hazmerreír de tus amigas cuando les mande las fotos de tus croquetas de morcilla y jaramago, que terminamos echándoselas a la perra.

—Hazlo, atrévete a hacer eso y subo a Instagram el tutorial que usaste para freírte las papas.

Recordé a John Wayne en sus momentos de apuro: «El coraje es estar muerto y aun así tener el valor de ensillar».

—¿Sabes, nena? Creo que el confinamiento te ha trastornado y tu cabeza no rige bien para manejar un arma tan peligrosa como la que llevas en la mano. Así que ahora mismo vas a dejarla sobre la mesa y te vas a poner el delantal.

—¿Sabes, Warrien? Dormir tanto te ha dejado más parado que el caballo de un fotógrafo. No has aprendido en este confinamiento más que a hacer un queque y encima no se te levanta.

—Son palabras muy gruesas, Friedga, has cruzado el límite.

—Me refería al queque, Warrien, sabes que lo otro está en búsqueda y captura y sin recompensa.

Seguía frente a mí, impertérrita, sin un miserable parpadeo que acusara su debilidad. Ahora había disparado sin presionar el gatillo. Comenzó a encandilarme su estrella de sheriff y a mí se me aflojaron todos los músculos. Definitivamente, el desafío la cargaba de razón y si yo quería comer como es debido y cumplir como un hombre en sus obligaciones maritales después de tanta cuarentena tenía que ceder a sus requisitos.

—Que sea la última vez, Friedga. Dame la correa de la perra.

—No, la correa de la perra la coges tú. Y sí, será la última vez que te levantes a las mil y quinientas, porque mañana pones tú la lavadora, vas a Hiperdino y haces tú solito el potaje, que esta que está aquí tiene mucho en que pensar. ¿Me has oído, forastero?

Salí de mi casa sin decir palabra. Sabía que cualquier cosa que dijera sería en mi perjuicio. Pensé que la perra saldría desaforada pero no fue así. Se paró a unos metros de la puerta, me miró con ojos compasivos y con un aullido que sugería toda la comprensión que yo necesitaba pareció decirme: Anda, trae la correa, que hoy te llevo yo a ti.

2 opiniones en “Duelo de titanes”

  1. Muy ingeniosa e hilarante esta entrada, con reminiscencias de Marcial Lafuente Estefanía, maestro del género, pero con un sello muy personal

  2. Que no sea peloteo, pero que sepas Juanjo que tienes imaginación alienígena, que se lo leí a mi madre, 87 años de gran sentido del humor, y me alabó pensando que lo escribí yo. Las risas que echó fueron tan sentidas… Perdona que no haya desdicho a mi pobre madre, otro día le digo que el escritor eres tú. Comprende que la alegria de una madre es intocable.

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