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El gol de Iniesta y la pasión por lo público

Envidio la pasión, la afición desbocada por un actividad deportiva, artística, musical. No tanto por el objeto en sí (un equipo, un cantante, una escritora) como por la pulsión que se desata y nos sube la temperatura emocional, y nos absorbe todas las energías en un instante como si no existiera ni otra vida doméstica que satisfacer ni otro mundo ordinario al que asistir. ¿Hay algo histórico más extático para un fanático del fútbol español que el gol de Iniesta en el mundial de Sudáfrica? Es la metáfora del fervor. Todo nuestro cuerpo y nuestra mente secuestrada por un acto, por una resolución sublime. El deseo consumado de una explosión que se ha venido alimentando mucho antes con un mariposeo en el estómago que nos turba.
Pienso ahora en lo público, lo que es de todos, la sanidad, la educación, un parque público, una guagua pública, un funcionario o una funcionaria, las calles. Y pienso en cuánto ganaríamos si pudiéramos albergar una pasión semejante por lo público. Si nos convirtiéramos en hinchas de lo que nos pertenece a todos, si nos transformáramos en afanados y activos aficionados que jalean a los integrantes de la cosa pública y alentáramos el aplauso o la vibración colectiva similar a la de un estadio enfebrecido porque un médico de la Seguridad Social ha logrado recuperar a un enfermo con los medios que proporcionan nuestros impuestos, o un jardinero ha logrado la geometría perfecta de los setos de un parque, o los operarios de la limpieza han borrado de la arena de la playa los vestigios del descuido, o una funcionaria ha concluido con pulcritud incontestable el trámite requerido por una ciudadana.
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La basura

Cuando sometemos a las rutinas de la vida ordinaria a una observación morosa desde la distancia o desde la suspensión del tiempo es posible que podamos descubrir eso que los simbolistas llamaban «correspondencias», una especie de revelación de una luz en la sombra que pone el foco en una actividad del espíritu distinta a la que realmente realizamos con el cuerpo.
Lo pensé mientras hacía algo tan prosaico como sacar la basura de casa hasta el contenedor. Compruebo cómo la bolsa se ha ido cargando de residuos que la van haciendo cada vez más pesada y maloliente. Pasa el tiempo y me ataca cierta pereza para sustituir la bolsa. Por fin la saco del cubo, recibiendo las últimas emanaciones que se desprenden de algo que comienza a descomponerse. La cierro, y hay en ese acto de cerrar una sugerencia de liquidación de una deuda, la cancelación de una incómoda presencia doméstica que parecía se iba a perpetuar a base de apretones cada vez más opresivos de los residuos contra el fondo del cubo. Pero al fin ha salido y el lazo que la cierra definitivamente certifica que en esa bolsa ya no entrará más basura. Y me dispongo a sacar una nueva, olorosa, impoluta, con sus paredes plásticas replegadas y dispuestas para hincharse como un globo invertido y recibir la siguiente remesa de nuestra basura que no termina.
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La epilepsia de Dostoyevski

Recordar la epilepsia de Dostoyevski es suspender durante unos instantes la fatiga o el aburrimiento que supone empujar el cuerpo en esta vida remojada en rutina y previsibilidad. Me ha vuelto a la memoria leyendo un libro muy entretenido de Esteban García-Albea. Su majestad el cerebro es su título. En él su autor magnifica la cualidad prodigiosa del escritor ruso para describir los estados por los que pasó durante su vida de epiléptico canónico, casi desde los 18 años hasta el final de sus días.
Si todavía existía algún incrédulo que renegaba de la literatura como forma de exploración del cuerpo (ya la de la psique estaba fuera de toda duda), Dostoyevski se encarga de poner la prosa al servicio de la ciencia, describiendo con una pluma extraordinaria ⎯que más parece un bisturí penetrando hasta los capilares agitados de las interioridades del ser humano⎯ e iluminando los rincones sombríos de ese acceso verbalmente insondable que se denomina bienestar o placer.
Al parecer sufría epilepsia, con su séquito de convulsiones y desmayos, pero en el relato repetido en varias novelas por boca de sus personajes describía un instante previo en que su cuerpo experimentaba un gozo intenso, un éxtasis, una enajenación balsámica. Se pregunta Myshkin, protagonista de El idiota: «¿Qué importa que esa tensión sea anormal si el resultado –ese instante de sensación tal como es evocado y analizado cuando se vuelve a la normalidad– muestra ser en alto grado armonía y belleza, provoca un sentimiento inaudito e insospechado hasta entonces de plenitud, mesura, reconciliación, y una fusión enajenada y reverente de todo ello en una elevada síntesis de la vida?» Y ese mismo personaje expresa su deseo de dar diez años de su vida o aun la vida entera por la bendición de esos segundos en que su cuerpo entra en el trance que describe.
El escritor Stephan Zweig, otro cirujano de la palabra que se entregó al análisis del misterioso estado del autor ruso, da un paso más para aproximarse a sus resplandores extáticos previos a la convulsión o la pérdida de conocimiento y dice de él: «De estos momentos maravillosos de presentimiento balbuciente en que se concentra el éxtasis del yo, […] y en ese segundo que precede a la muerte cifrada de cada ataque, gusta la esencia más fuerte y embriagadora del ser: la emoción patológicamente exaltada de sentirse a él en sí mismo».
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