Publicado el

El soldado

Camino con frecuencia por una carretera angosta que conduce al barrio de El Gamonal, en el municipio grancanario de Santa Brígida. Es un itinerario que utilizo para desentumecer el andamiaje cardiovascular y para disfrutar del paisaje rural al que tengo bastante apego. Entre otras estaciones del camino me encuentro con La Quinta de Reposo, un centro de atención psiquiátrica de larga tradición en la isla. Algunos de los internos ingresados suelen dar paseos por los alrededores acompañados de asistentes, y alguno que otro goza de autonomía para llegar solo hasta el casco urbano.

Hay un paisano de este último perfil que sale siempre vestido con el atuendo militar de faena, con su gorra de visera y sus botas bien aparatosas. Muestra maneras corteses y familiares, y de vez en cuando saluda con relajada marcialidad. Cuando me lo encuentro me detiene y me pide fuego, cuando no un cigarro, solicitud que resulta inútil y no logra que detenga mi marcha cardiosaludable. No me sobresalta, pero me veo a mí mismo afectado de cierta prevención un tanto neurótica de que me salga con alguna excentricidad.

Pensaba en él esta mañana cuando leía la trágica crónica del soldado tailandés enajenado que acabó con la vida de 26 personas en un centro comercial. Es un nuevo brote en un cerebro en el que las neuronas se agitan y se alteran, y comienzan a galopar sin rumbo fijo sobre un páramo en el que desaparecen la compasión y el dolor, y aparece un demoniaco espejismo de placer necesario. El clamor por la vida trastabilla en la cabeza de estos individuos, y los seres que deben ser eliminados, en su maltrecho raciocinio, se muestran como juguetes para la consumación de un ajuste de cuentas demencial.

La contingencia de la algarada de las neuronas puede producirse en cualquier momento y al cabo de cualquier esquina. Y sin embargo me propongo que no constituya alimento para la desconfianza. Bastante tenemos con el estado de sospecha permanente a que nos ha conducido la existencia de gente que actúa con motivos ocultos, insanas intenciones o pervirtiendo con saña la verdad. Vivo con mayor recelo la maniobra de un corrupto o la actuación de un impostor, que convierten en circo retórico una convivencia que aspira a la cordura.

De manera que me estoy planteando comprar una cajetilla de cigarros y un mechero para que mi soldado me detenga y salga complacido por mi ofrecimiento, al tiempo que invierto en los segundos del encuentro una vaharada de calor humano propicio para amansar neuronas, las suyas y las mías.

Publicado el

Gianni Rodari: arquitecto de la fantasía

Este año se cumple el centenario del nacimiento de Gianni Rodari. A quienes no estén familiarizados con él les diré que fue un escritor, pedagogo y periodista italiano que dedicó su vida a la política y a promover en los niños el gusto por la fantasía. Dos tareas aparentemente distantes, si bien se dan la mano en su condición de artes de lo posible (o de lo imposible).

Rodari es un símbolo, una aguja que pinchó en la burbuja de la imaginación a cientos de docentes que comenzábamos a vislumbrar que la creación literaria era una vía de transformación fascinante y poderosa. Su Gramática de la fantasía comenzó a colarse en las aulas como un aguijón para subvertir la realidad ordinaria y llevarla en volandas al terreno de lo maravilloso. Todavía puedo retratar con fidelidad nostálgica el embeleso de los alumnos y las alumnas cuando sus pulsiones infantiles o adolescentes encontraban en el binomio fantástico o en los Qué pasaría si… la oportunidad para desmelenarse y fecundar decenas de historias ocurrentes y entretenidas.

Érase una vez un niño que se convirtió en una zanahoria gigante voladora que se regeneraba cuando acababan a mordiscos con ella. La zanahoria levantó un día el vuelo y emprendió mil y una rutas a través del planeta. Conocedora del hambre en otros lugares, recaló allí donde la miseria reducía a huesos a otros niños. Apenas aterrizaba, las criaturas hambrientas daban buena cuenta de aquel inmenso tubérculo calabaza royéndolo hasta la última célula como desesperados castores. Regenerado a los pocos instantes, el niño zanahoria fijaba un nuevo destino y alzaba el vuelo dejando en el cielo una estela rojiza imborrable. Cuando después de cientos de viajes se sintió agotado por el trajín, el niño decidió regresar a la escuela a contarle su peripecia al maestro y sus compañeros.

¿Por qué elegiste una zanahoria?, le preguntó uno. Porque mi abuela siempre me dijo que era buena para la memoria. Y llueven las preguntas sobre el niño pues su historia ha agitado la curiosidad en los otros. ¿Y para qué necesitaban la memoria los niños con hambre? El niño piensa, se encoge de hombros y responde que todos la necesitamos.

¿Qué pasaría si no tuviéramos memoria?, les pregunto para mantener activo el frenesí interrogante que se ha extendido en clase.

Ahí estaba Rodari, con su inventiva estimulante sacudiendo la imaginación de los críos y las crías. Y ahí estaba yo, recogiendo su propuesta de la Palabra solitaria para que ese niño de algún lugar de Tenerife montara con una zanahoria la arquitectura de un cuento fantástico. ¿Qué pasaría si no tuviéramos memoria?, les repito. Y de entre todas las ingeniosas hipótesis que sobrevuelan a ritmo vertiginoso elijo una que me conmueve. Dice una niña: Si no tuviéramos memoria no podríamos recordar nuestro nombre.

Esa es la necesidad de los niños con hambre, les digo. Además de la comida, necesitan recordar y que les recuerden su nombre.

Somos muchos los deudores de Gianni Rodari. El pedagogo dotado del genio que sacudió nuestra prosaica inventiva; el pedagogo que hizo política sacando del cultivo de la invención fantástica lo más amable de la condición humana. Con la zanahoria voladora un niño fue capaz de pensar en otro distinto a sí mismo.

Cien años del nacimiento de un gran tipo. Recordaremos tu nombre.

Publicado el

El sueño del japonés

Me cuentan que en un viaje turístico en guagua entre dos poblaciones de Noruega bastante alejadas entre sí, un turista japonés fijó su cámara fotográfica junto al cristal de la ventanilla, encendió el modo vídeo y dejó grabando las imágenes del paisaje mientras él se acomodaba dispuesto a echar una cabezada que a la postre duró más de una hora, a pesar de alguna parada que hizo el vehículo para facilitar el descanso del largo trayecto.

Cuando regresó a su país convocó a los amigos a una cena para mostrarles los vídeos que daban testimonio de lo que había visto y disfrutado durante su viaje. La cena fue un festín de sashimi, arroz y montañas de fotografías y películas. Una de ellas era la que había tomado la cámara por su cuenta mientras el japonés dormía el sueño de los justos. Cuando llegó el momento de la proyección, el individuo, con la mayor naturalidad del mundo, fue describiendo todos los elementos paisajísticos que aparecían en la película. Informaba de arboledas, neveros, lagos y campesinos noruegos ilustrando con pinceladas estéticas que reflejaban la envidiable apropiación que su retina había hecho del exotismo nórdico. A las preguntas de sus amigos sobre algunas rarezas espectaculares que se habían grabado, como la galopada de una manada de ciervos o la emanación de gases de un volcán, el japonés atribuía su desconocimiento al escaso dominio del idioma por parte del guía.

No les hubiera extrañado a sus amigos que les hubiera revelado la circunstancia de su viaje en diferido gracias a su cámara. Ellos también acostumbran a dejar suelta la suya mientras se desentienden de la contemplación y la emoción que produce el deleite directo con la realidad observada. Y se consuelan sabiendo que no solo los japoneses son fanáticos felices de esa aspiración a vivir lo virtual como si fuera la tierra prometida.

Me cuentan que el japonés se despertó en el viaje e incitó al reproche a algunos de sus acompañantes al verlo desperezarse con gusto, como tras una larguísima siesta. Uno de ellos le espetó: Vamos, gandul, no sabes lo que te has perdido.

El japonés, percatándose de que su cámara aún estaba encendida, miró al burletero y le dirigió una prolongada risilla de Pulgoso, con los ojos rasgados hasta lo imposible y a punto de cerrarse nuevamente.