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Dos cuentas

Un amigo me cuenta que un conocido (lo cual ya acredita suficientemente la naturaleza verdadera del relato) tuvo una iniciativa singular: se creó dos cuentas de correo, y a cada una le puso un alias. No importa que los revele, pues su anonimato queda a buen recaudo. Una cuenta pertenecía a Dionisio y la otra, a Apolo. El tal conocido de mi amigo, por el motivo que fuera, se arrancó a escribirse correos de una cuenta a otra. De manera que halló una felicidad modesta en escribir para un destinatario que experimentaría un regocijo momentáneo cuando abriera su correo y viera en negrita el cajón de los recibidos. Y al mismo tiempo, dicho destinatario encontraría una satisfacción providencial sabiendo que alguien lo tenía en cuenta y abonaba una relación que lo sacaba de su anodina monotonía vital.

Me dice mi amigo que los primeros correos eran cordiales, llenos de zalamerías y requiebros mutuos un tanto empalagosos. Cuando ya llevaban unos cuantos intercambios y se había extendido la confianza, Apolo entró a saco con algunas cuestiones de mayor importancia: ¿No crees que están proliferando los mentirosos, que buscan en el caos una cosecha provechosa para luego imponer una autoridad desmedida? A lo que Dionisio respondió: Habla claro, Apolo, porque si te estás refiriendo a los que defendemos la necesidad de orden, justicia y unidad me estás ofendiendo. Apolo no respondió a la primera, como hacía en los correos iniciales. Se tomó su tiempo para meditar y coger resuello. O sea, Dionisio, que tú eres de los de la derechona recalcitrante que no tiene reparo en defecar al mismo tiempo sobre las vacunas, las autonomías o los invasores negros. Dionisio no se demoró tanto en contestar. Vaya, otro pipiolo comunista que suple su ignorancia con las viejas consignas de las revoluciones fracasadas. ¿No añoras la dictadura del proletariado? ¿Por qué no sumamos esfuerzos y nos dejamos de pamplinas?

Al parecer los intercambios fueron subiendo de tono y el correo se fue llenando de latigazos verbales de uno y otro lado. …Y tú cargas con cincuenta mil españoles muertos. Y tú mientras afilando los cuchillos para degollar la democracia. Y tú haciéndole la maleta al rey para que coja vuelo. Y tú engañando al pueblo con la promesa de la España grande y libre.

Dice mi amigo que su conocido se entregó de manera febril a su batalla dialéctica y descuidó su cosa doméstica hasta el punto de que su vivienda no era más que un vertedero de mondas y suciedad. Fue tal el paroxismo, que Apolo y Dionisio terminaron citándose para algo parecido a un duelo en una cafetería llamada Los leones. Y hete aquí al individuo desdoblado solo en una mesa frente a un café, mirando a los celajes, distraído con el trajín cotidiano de camareros y clientes, y preguntándose cuánto tardaría el personal de limpieza que tuvo que contratar para poner en orden su casa convertida en auténtica pocilga.

Mi amigo me terminó el cuento diciéndome que desconocía la procedencia del personal de limpieza, pero que confiaba en que fuera gente con menos fiebre que la de su conocido, quien, por cierto, cerró las cuentas. No fue igual de feliz, pero se sintió útil.

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Fresas migrantes

Entramos en temporada de fresas. Una fruta con prestigio que llega a los mercados bien protegida, como se merece el esplendor que desprende. Su selección, su envase, su disposición en rutilantes conos carmesís listos para hincarle el diente contribuyen a otorgarle un lugar de privilegio entre la ordinaria fruta de frigorífico.

Para que lleguen a ese tronío sensorial, las fresas necesitan manos callosas y espaldas dobladas y piernas varicosas y sudores interminables que las recojan, las mimen y las coloquen en cofres llamativos con un debido lustre. El placer que nos proporciona tan delicada fruta difumina el fatigoso sendero que ha de recorrer antes llevárnosla a la boca.

Leo en la prensa que hace unos días un incendio arrasó en Huelva las casas de un asentamiento en el que vivían 400 o 500 familias casi todas de origen magrebí. El fuego las dejó a la intemperie, habiendo perdido no solo enseres y pertenencias personales sino, lo más grave, su documentación. Residían en el poblado en calidad de temporeros para la recogida de la fresa y ahora corren peligro de que no los puedan contratar por falta de documentos.

En el mismo rotativo me entero de que han fallecido en torno a 6000 trabajadores empleados en la construcción de las instalaciones deportivas de Qatar para el mundial de 2022. Las víctimas, sometidas a unas condiciones laborales precarias e insalubres, provienen de los países más desfavorecidos próximos al Estado árabe.

Como los hámsteres con su rueda imparable, el planeta seguirá girando impulsado por la tradición y la distribución azarosa de la miseria y el bienestar. Las leyes del mercado ya se han incrustado como naturales en la manera de afrontar la vida que le ha tocado a cada uno.

Y no es cuestión de hurgar en el remordimiento por pertenecer al bando de los de acá. Pero viendo la desesperación de una de las madres de las familias afectadas, que se quejaba amargamente del infortunio y proclamaba que solo las mueve el interés de atender las fresas, uno piensa que al menos sí puede cundir el ejemplo para respetar a los miles y miles de temporeros extranjeros que vienen a prestar un servicio digno a nuestro país.

Seguiremos disfrutando con las fresas, el dulzor singular de su pulpa y el destello sensual y carmesí de sus formas. Saciaremos nuestra pasión futbolera en la congregación ecuménica del 2022. Pero no estaría mal que recordando lo que precede a ambos placeres señaláramos sin ambages a quienes satanizan a los emigrantes por su condición de ciudadanos de otro país, eso sí, desfavorecido.

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Margarit ¿o Hásel?

Me gustaría que un buen psicoanalista me explicara las razones por las que tuve la intención de escribir este artículo sobre el ingreso en prisión del rapero Pablo Hasél y los disturbios generados en el país, y cambié repentinamente el asunto y me incliné por glosar la obra del poeta Joan Margarit, recientemente fallecido. La respuesta más simple sería que la poesía, la buena poesía, despierta una adhesión inmediata y Joan Margarit es un creador de altura. Pero no me vale esa explicación por cuanto ya pensaba escribir sobre él. Se trata de un poeta de cabecera. A lo mejor entraron por la misma vía los versos del rapero y los de Margarit, y mientras los primeros destaparon el tarro de la adrenalina, los segundos encendieron las luces que se necesitan ante tanto páramo sombrío. En la boca de Hasél combustionan las denuncias de terribles injusticias con imprecaciones llamando al tiro en la nuca. Y en la calle conviven jóvenes hartos y desencantados con gamberros encantados con el videojuego urbano que arrasa escaparates y quema mobiliario público.

La libertad de expresión es un territorio escurridizo pero necesario para alumbrar la verdad, como hace Margarit, quien no tiene reparos en constatar la dureza de la verdad y los latigazos históricos del odio. …un buen poema, por más bello que sea, será cruel. No hay nada más. La poesía es hoy la última casa de misericordia. Reducir la complejidad del mal a sentencias de una sola dirección conduce a la sinrazón o al exterminio. La verdad no es bella siempre. Nada más verdadero que la muerte, y nada más aciago. Como el odio y como el miedo. Si el deseo de desaparición de los otros es la luz que alumbra el poema, la poesía deja de ser el arma cargada de futuro y apaga la fe en las otras posibilidades que ofrece la vida. Dice el escritor catalán: Algo se busca. Por lo que yo sé, solo la dignidad. La de la vida mientras se va yendo hacia lo más oscuro del camino.

Ahí está el límite, en la dignidad. Piensa lo que quieras de mí pero duda cuando pretendas traspasar mi piel, con las uñas o con la palabra.

Otro día escribiré mejor sobre Margarit. Y sobre Hásel. Pero voy a esperar el diagnóstico del psicoanalista.