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Para mis tataranietos

No sé si les ha pasado, pero hay veces en que me dan ataques de nostalgia de futuro, cuando mi nombre sea solo un recuerdo que se irá consumiendo de sepia y olvido, y mis tataranietos hallen entretenimiento en observar la foto de su tatarabuelo vestido a la moda obsoleta de la época en que los móviles se llevaban en la mano. Es una nostalgia que se nutre de lo que significan hoy mis tatarabuelos, absolutamente desconocidos para mí y sin más señales de su existencia que la pervivencia de una vida encerrada en un apellido conservado en el registro civil.
Preocupado por sobrevivir sin historial en la memoria de mis tataranietos, de pervivir solo en la formalidad digital de un apellido, y teniéndome a mí mismo como ejemplo de falta de iniciativa para reconstruir las huellas que dejaron mis antecesores genéticos, me he propuesto facilitarles una documentación cargada de datos que les faciliten sus pesquisas genealógicas, en el caso de que, a diferencia de lo que he hecho yo, se dispongan a descubrir cómo se las gastaba su tatarabuelo. Abuelo-02.jpg
Así que voy a proporcionarles la información básica para que no tengan que ir espigando aquí y allá los rasgos que componían la identidad de su pariente lejano, cuya foto no basta para revelar la verdad de su existencia (o sí, vaya usted a saber en esos tiempos avanzados qué operaciones se podrán realizar con los anticuados selfies). Continuar leyendo «Para mis tataranietos»

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Soledad

Cuando Edward Hopper pintó el cuadro Los noctámbulos, no tenía intención de reflejar en él la soledad del ser humano. Lo declaró él mismo a una galerista que logró sonsacarle la respuesta en una de las escasas entrevistas que concedió el pintor. Sin embargo, Los noctámbulos se ha convertido en el paradigma artístico de la soledad del individuo en el contexto de la gran ciudad que se consolida a partir de la Segunda Guerra Mundial. Como espectador de ese cuadro, sigo y seguiré viendo una representación de la soledad porque no sé interpretar de otro modo la presencia de esas figuras humanas en una cafetería que a través de una enorme cristalera enseñan las costuras de su incomunicación y su aislamiento.
He pensado en Hopper cuando he visto u oído los testimonios de dos individuos que han ocupado la primera plana de las noticias en los últimos días. Uno es el de un ciudadano vasco que una mañana toma la decisión de colaborar con la policía para acabar con ETA infiltrándose en las tripas de la organización terrorista. Su decisión, solo motivada por las ganas de causar el bien y salvar vidas humanas, le reportó un sinfín de problemas que fue sorteando con la pericia que le daba la intuición, pues no tenía experiencia militar. Llegó a lo más alto e incluso ETA lo ordenó matar. Gracias a su colaboración se desarticularon comandos y se salvaron vidas humanas. Continuar leyendo «Soledad»

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La espera

Acabo de terminar el libro de Andrea Köhler, El tiempo regalado, y que lleva como subtítulo Un ensayo sobre la espera. Me atraía el tema y me había provisto de buenas referencias. Magnífico, es lo que puedo decir.
De elaborar un ensayo sobre la espera podría resultar un conjunto de apreciaciones que no pasarían de constatar la reproducción de patrones de conducta con el que nos sentiríamos de inmediato identificados. Todos esperamos, la espera es tediosa, angustiosa a veces, la espera es territorio para perder tiempo, es inevitable, paralizante. Esperar es la brida de la precipitación, puede ser fría, como la del observador paciente, o ardorosa como la del amante impaciente. Pero su autora, Andrea Köhler, logra trascender el retablo de manifestaciones de los seres humanos en actitud de espera y situar esta disposición en el centro de la historia del pensamiento.
Desde Freud, que ya consideraba la espera como «domesticación del instinto» hasta Beckett, que hizo de su «Esperando a Godot» un monumento al sentido de la existencia. Pensar sobre la espera y emparentarla con la pausa es rehacer la mirada sobre el tiempo, como hiciera Proust. Nos debemos al tiempo y le rendimos pleitesía en tanto no nos devore, y lo que la naturaleza falible nos pone en nuestras manos para no caer en sus garras es la morosidad y la quietud, aunque afuera, en el entorno que nos incumbe, sigan pasando cosas que nos creen la sensación de que nos estamos perdiendo mucho.
La autora extrae de la filosofía, la mitología y la literatura muestras de hondas incursiones en el sentido que el ser humano asocia a la espera. Heidegger, por ejemplo, revela su desesperación por la imposibilidad de acelerar el tiempo y convierte su experiencia angustiosa en columna vertebral de su pensamiento existencialista.
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