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¡Qué bien, la cárcel!

Hace un tiempo estuvo rondando por mi cabeza una idea con forma de argumento que tuvo posibilidad de convertirse en relato. Pensé en un edificio en el que habita una denominada comunidad de vecinos. Son individuos con diferentes perfiles reconocibles en cualquier edificio de una gran ciudad. Parejas, solitarios, ancianos, familias con varios niños, procedentes de diversos lugares geográficos. La construcción es moderna y cuenta con un refugio antinuclear. Una crisis de algún tipo ocasiona una guerra y los vecinos se ven obligados a recluirse en el refugio.

Allí deben permanecer durante un tiempo y comienzan a desarrollar actitudes de convivencia desconocidas hasta entonces en el estado de aislamiento en que se había convertido su experiencia vecinal en el edificio. Los individuos se conocen entre sí y descubren que hay una forma de vida distinta y posible, y más satisfactoria, con quienes eran hasta ahora unos extraños sujetos dignos tan solo de una moderada dosis de cortesía. Cuando la guerra termina y los refugiados deben volver a sus casas, regresan a la forma de vida anterior fronteriza e individualista. Pero en cada piso flota un sentimiento común de nostalgia por el refugio. Y en secreto cada vecino mira de continuo las noticias con la esperanza de que se desate una nueva guerra.

Esta épica hiperbólica y un tanto grotesca, todo sea dicho, dejó dormido este argumento en el barbecho de los borradores a la espera de que una maceración adecuada pudiera dar algún fruto. Hasta que me encontré con la historia de Akihiko Inoue.

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Sevilla, los amigos

Durante unos días ando de viaje con unos amigos por Andalucía. El viaje siempre es un paréntesis, pero cuando uno se halla inmerso en él, hace por figurarse que no será una experiencia caduca y le imprime una intensidad mayor a cada instante, como si se rebañara en un plato hasta la última gota de una salsa sabrosa.

Hemos empezado por Sevilla, la capital, la soberana que se exhibe ante el visitante con esa arteria de agua secular y poética que es el Guadalquivir. Sevilla se abre en calles anchas y avenidas despejadas para que quepan japoneses, nativos y nacionales y se conjuren sin conocerse para disfrutar del incipiente olor a azahar de los naranjos urbanos y de los efluvios del incienso que preludia el inminente arrebato religioso de la Semana Santa. Aquí y allá emergen edificios monumentales que elevan el porte aristocrático de una ciudad que tuvo en su momento histórico la moderada ilusión de villa y corte del Imperio.

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Nuevos oficios

Me ha venido a la cabeza el antiguo oficio de las plañideras, esas mujeres contratadas para llorar en los entierros de difuntos que les eran desconocidos. Y me ha venido a la cabeza porque me he ido enterando de la existencia de nuevos trabajos que podrían, a simple vista, constituir una rareza por el desempeño estrechamente ligado a actividades propias del oficio de ser humano. Por si no lo recuerdan, las plañideras se remontan a la Antigüedad, y aunque en España fueron prohibidas en el siglo XVIII, porque sus expresiones de dolor rayaban el histerismo y transmitían una visión de endemoniadas que asustaba al clero, esta ocupación permaneció de manera clandestina en algunos pueblos. Y miren por dónde, hoy existen empresas en el Reino Unido que ofrecen el servicio de lloronas a la carta para asistir a duelos en que se prevé una baja participación, por la mala ralea del difunto o por su dificultad en vida para hacerse con una buena cartera de amistades y deudos.plañideras.jpg
Si bien consideré a las plañideras como un atavismo, dado mi ingenuo prisma de la naturaleza de las relaciones sociales, ahora que voy conociendo estos nuevos oficios regresa a mí una cuota de estupefacción, nada trágica, por cierto, que me hace considerar a las antiguas lloronas postizas como un acierto para corregir los rotos que generan los desajustes o las anomalías de las relaciones sociales. Continuar leyendo «Nuevos oficios»