Me ha venido a la cabeza el antiguo oficio de las plañideras, esas mujeres contratadas para llorar en los entierros de difuntos que les eran desconocidos. Y me ha venido a la cabeza porque me he ido enterando de la existencia de nuevos trabajos que podrían, a simple vista, constituir una rareza por el desempeño estrechamente ligado a actividades propias del oficio de ser humano. Por si no lo recuerdan, las plañideras se remontan a la Antigüedad, y aunque en España fueron prohibidas en el siglo XVIII, porque sus expresiones de dolor rayaban el histerismo y transmitían una visión de endemoniadas que asustaba al clero, esta ocupación permaneció de manera clandestina en algunos pueblos. Y miren por dónde, hoy existen empresas en el Reino Unido que ofrecen el servicio de lloronas a la carta para asistir a duelos en que se prevé una baja participación, por la mala ralea del difunto o por su dificultad en vida para hacerse con una buena cartera de amistades y deudos.
Si bien consideré a las plañideras como un atavismo, dado mi ingenuo prisma de la naturaleza de las relaciones sociales, ahora que voy conociendo estos nuevos oficios regresa a mí una cuota de estupefacción, nada trágica, por cierto, que me hace considerar a las antiguas lloronas postizas como un acierto para corregir los rotos que generan los desajustes o las anomalías de las relaciones sociales.El mundo de las series, por ejemplo, ha introducido la figura de un coordinador o coordinadora de intimidad. Una persona presente en el rodaje que se encarga de que las actrices, principalmente, tengan el ambiente propicio y estado emocional adecuado para que las escenas de sexo no les supongan un plus de estrés, en muchos casos motivado por la sensación de acoso que perciben en la representación. Son verdaderas instructoras en el ejercicio amoroso, con un índice de ejemplaridad muy potente para que sus pupilas imiten el arte del sexo sin agonía, con la impostura que requiere el trabajo de actriz pero lanzando a la cámara cañonazos conmovedores de verdad. Imagino que entre sus consignas entrarán las que se refieren al estado que han de alcanzar sus clientas, o dicho de otra manera, estas coordinadoras deberán obrar como si las que estuvieran sintiendo el beneficio de la sacudida erótica a punto de ser rodada fueran ellas mismas.
Conocerán a estas alturas a la entrenadora del orden, la japonesa Marie Kondo, que ha sembrado la fórmula de la felicidad basada en la veneración del orden y la limpieza. «Yo te digo lo que tienes que tirar, de lo que tienes que desprenderte y cómo debes ordenar el resto de lo que te rodea en tu casa», viene a ser el axioma de esta sesuda filósofa de la cotidianidad. Esta Mary Poppins, en versión IKEA, como la llamó alguien, ha entrado en la cabeza de muchos ciudadanos y ciudadanas que han visto recuperar su mermado entusiasmo por la vida a base de organizar comme il faut los cajones de sus armarios.
Y no menos llamativo es un oficio que está despuntando en EEUU, Canadá, Australia y Reino Unido. Se trata del trabajo de acurrucador profesional. Aprovechando que la soledad se expande imparable como una mancha de aceite y las secuelas de tristeza y desconsuelo ya tienen la talla de una enfermedad, aparecen estos sanadores asalariados que ofrecen su tiempo y su hombro para que los afectados recobren su sentido de la dignidad como ser sociable.
Son oficios que asaltan una actividad que parecía destinada a la naturaleza del yo, a las decisiones que uno debe tomar en su condición de individuo competente para relacionarse y estar a gusto con la vida. Alguien dirá que les quito el pan a los terapeutas, pero eso se merece otro tratamiento, porque estos aparecen en situaciones límites y no tienen nada de impostura.
Sin despreciar la legitimidad de estos nuevos oficios, y mucho menos su posible necesidad, no deja de causarme cierta perplejidad su aparición, y no me vale la excusa de que son los nuevos tiempos que exigen modernizarse. No, algo no va bien.
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