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Harriet y Hadiza

Hace ahora quince años escribí un relato cuya fuente de inspiración había sido la información aparecida en un reportaje de TVE sobre la existencia de muchachas en una aldea de Tanzania llamada Singuino, que luchaban a diario contra el SIDA, las violaciones y la falta de regularidad en la escolarización. Llamé a mi protagonista Hadiza y la hice portadora de un espíritu combativo frente a otras que sucumbían a la fuerza de las adversidades. Hadiza renunciaba a la oferta de una bicicleta que le proponía un buscador de oro a cambio de dejarse someter a sus apetitos carnales, algo común en Gaita, comarca donde ocurren los hechos. Y con la bicicleta, a las muchachas que claudicaban se les facilitaba el largo trecho que tenían que recorrer para llegar a la escuela. Pero Hadiza antepuso su dignidad y el conocimiento del contagio del virus mortal, y siguió asistiendo a clase aunque tuviera que hacerlo recorriendo ocho o diez kilómetros diariamente.

Foto EL PAÍS SEMANAL

Cuando vi el reportaje en televisión recuerdo que me conmovió profundamente y sacó mis vergüenzas ante la magnitud de los problemas cotidianos a los que me enfrentaba en ese tiempo. Sé que se trata de una pirueta de los viejos hábitos morales que se agarran como un parásito de por vida a esa madama de bata negra que se llama culpa. Pero no pude evitar (y no sé si lo conseguiré alguna vez) someter la historia de las muchachas de Singuino al restallido del flagelo y entonces decidí que un modo de redención podía ser escribir un cuento.

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Yo confío

Confío en que mis alumnos y mis alumnas que un día se rebelaron contra alguna forma de injusticia escolar, ante el trato impropio de un docente o una docente, ante la ausencia de actividades de expansión merecidas después de horas interminables de carga académica, ante la falta de sustitutos en alguna materia, ante la mezquindad de una administración que restringía el presupuesto para becas. Aquellas y aquellos contestatarios que levantaron la voz para denunciar medidas arbitrarias desde la Dirección del centro, o para reivindicar transparencia en la resolución de las calificaciones, o para defender su derecho a recibir clases en un clima de tranquilidad conveniente, o para hacerse valer como protagonistas de una convivencia en una formal comunidad educativa.

Confío en que mis estudiantes que se esmeraron por lograr la mejor consigna contra la violencia, contra la desigualdad, contra la segregación, contra la conservación del medio ambiente. Aquellas y aquellos que volcaron lo más granado de su sensibilidad en murales que preconizaban la necesidad de un mundo más equitativo; que emplearon, como primera muestra de su voluntad de cambio, la mejor retórica para defender a la mujer maltratada o discriminada, al inmigrante menospreciado o a las personas con orientación sexual diferente a la propia. Aquellos y aquellas que formando emotivas corales de momentánea fraternidad cantaron canciones de Antonio Flores o de John Lennon apelando al deseo colectivo de paz, o de Bebe y Amaral para erigirse en muros contra la violencia de género. Continuar leyendo «Yo confío»