Fui a ver la última película de Tarantino. Transcurre una media hora aproximada del metraje y se suceden las escenas trufadas de una violencia grotesca que rozan el esperpento, y como ocurre con las películas del director estadounidense provocan una conmoción de cartón piedra muy vecina de la risa. Lo esperaba. Como también esperaba que los protagonistas nos redimieran a los espectadores con la justicia poética tan próxima a la risa con que nos suele obsequiar el cineasta. Hasta que llega un instante, mejor dicho, hasta que me llega un instante en que me sobresalto. Aparecen en pantalla los personajes de Sharon Tate y Roman Polanski. En el momento en que Margot Robbie, intérprete de la malograda actriz, ocupa el primer plano de la pantalla, con su cabello rubio y el aire de sensual y frívola muchacha de las películas españolas de los 60, me ataca un aviso de muerte que me incomoda.
Pesa la historia de aquel asesinato macabro en los ojos de mi memoria, y según se van aproximando los vientos ruines de la secta que lo perpetró entro en una tensión que me obliga a revolverme en la butaca. Deseé tener a mano un puntero para pasar rápido por encima de las escenas cruentas que se avecinan, pero ahí estaba, en la butaca del cine, cautivo y desarmado esperando la derrota.
Y cuando parece inevitable la confluencia de la historia y la ficción para que estalle lo horrendo del crimen, Tarantino hace una pirueta para mí ingeniosa que me libera, riéndose a carcajada limpia de los asesinos y sacándole los colores a la muerte por lo absurdo de su irrupción en la vida de la pareja de Polanski.
No ha tenido que ser plato de buen gusto para los miembros de la tristemente célebre secta de Manson que aún sobreviven pudriéndose de asco, puesto que caricaturizar su hazaña y dejarla reducida a guiñol ha debido de disgustarlos. El propio Manson debe de estar agitado en el infierno imprecando contra Tarantino por la transgresión inadmisible de lo más sagrado de su ritual.
Cuando salgo del cine no sé qué me hace más feliz, si recordar la belleza imperecedera de Sharon Tate, como si la historia se hubiera equivocado, o pensar en los calambrazos que debieron de recibir los miembros de la Familia Manson al contemplar su ridículo destino en la película.
En cualquier caso, y sin entrar en las consideraciones críticas del nuevo trabajo de Tarantino, confirmo que su propuesta de redención (y venganza, no lo voy a negar) ante los episodios más abominables que hemos conocido tiene un aire que no me disgusta, aunque la dicha sea tan efímera y ficticia como lo es la misma película.
El arte, como dijera García Márquez para la literatura, posee una vocación de exorcismo saludable aunque solo sea para saldar las deudas con nuestros propios demonios.
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