El 17 de julio se cumplieron 60 años de la muerte de Billie Holiday. Su recuerdo siempre llega envuelto en su voz de terciopelo, atribulada y única. Valga este artículo como homenaje de un admirador que ha llenado vacíos sentimentales con la inmortalidad de sus canciones.
En noviembre de 1938, la mente preclara y abyecta de Joseph Goebbels, a la sazón ministro de propaganda de Hitler, impulsaba un pogromo (un linchamiento racial) contra judíos alemanes, episodio que pasaría a la historia con el triste y novelesco nombre de La noche de los cristales rotos. El resultado no fue más que un amargo adelanto de lo que sobrevendría luego: doscientas víctimas, saqueos, expulsiones y una lección soberana de atrocidad. Meses más tarde, al otro lado del Atlántico, en el Café Society de Nueva York, un profesor judío de origen ruso entregaba a Billie Holiday una canción que había compuesto hacía unos años, horrorizado por una fotografía donde aparecían dos hombres de raza negra recién linchados. Strange fruit se llamaba la canción y hablaba del «extraño fruto que cuelga de los álamos… los ojos abultados, la boca torcida, el aroma de las magnolias, dulce y fresco, y de pronto el olor de la carne quemada…». Parecería una forzada sinergia de dos hechos tan distantes en el espacio, pero mirándolos desde la fría atalaya de la historia, da la impresión de que debieron de surgir de la misma marmita donde borboteaba el horror por ese tiempo.
Lady Day, la Billie Holiday de Lester Young, estaba allí ese año para convertirse en embajadora de la denuncia contra el racismo. Strange fruit no abandonaría nunca a la cantante, y su interpretación se erigió en el broche imprescindible de su arte en los escenarios, tanto que en torno a su ejecución terminó fraguando un ritual que se agregaba a la solicitud inexcusable de sus devotos. Ella misma cuenta que la primera vez que la interpretó en público se estremeció cuando, al acabar, no recibió más que un inesperado e inquietante silencio, hasta que una persona comenzó a batir palmas y fue seguida de una atronadora salva de aplausos. «Sin embargo, todavía me deprime cada vez que la canto. Me recuerda la forma en que murió papá».
Pero la denuncia tiene mucho de efervescencia inicial y el horror siguió su curso en la cabeza desamueblada y amoral de una frívola que una noche le pide a Billie que cante «esa canción tan sexy que la ha hecho famosa, la de los cadáveres desnudos que se balancean en los árboles».
Sobreponerse, esa es la clave en la biografía convulsa de Billie Holiday, y una vez más debió hacerlo cuando comprobó que su canción no traspasaba las fronteras del arte para muchos de los que acudían a oírla a los clubs nocturnos por donde peregrinó en la década de los 40. «Una noche me salió la voz más intensa y fervorosa de los últimos meses… Cuando dije “…para que el sol los pudra”, y después de un punteado en el piano agregué: “… para que el viento los azote”, ataqué esas palabras con más fuerza que nunca».
La Billie Holiday que inmortalizó Strange fruit no era una activista. No fue ni siquiera un ejemplo de cordura moral para los suyos. Con dieciséis años fumaba marihuana y bebía con regularidad, y no se retiró nunca de los estupefacientes. Era irritable e indisciplinada con algunos de los grandes que confiaron en ella. Sin embargo, su manifiesto contra la segregación le salía de las entrañas. Cuando a la edad de diez años lloraba y pataleaba bajo el cuerpo rijoso de un cuarentón que la violaba, ya debió de comenzar a pensar algo que confirmaría años más tarde: «tiene que haber otra cosa mejor que esto». A partir de entonces se revolvió cuanto pudo contra quienes la llamaban negrita o la forzaban para que se abriera de piernas en cualquier comisaría corrupta. Y a veces… a veces escribía una canción para rebelarse contra sus demonios. Cierta noche su esposo, Jimmy Monroe, llegó a casa con marcas de labios en su cuello, y Billie, tal vez después de despotricar de él hasta la extenuación, compuso Don’t explain para superar el dolor. Desde entonces, escuchar esta canción evoca su largo y melancólico lamento.
La recordaremos siempre hablando desde la textura meliflua de su voz, con ese maullido prodigioso que reblandece la herida de infelicidad que no cauterizó nunca. Su estilo parece salido de una niña que no dejó de ser melosa, que vivió desprotegida y deseando que su propia vida tuviera la recompensa de los amantes que idealizaba en sus canciones. Su aprendizaje sigue constituyendo un misterio. A pesar de no tener estudios técnicos, su dicción, su fraseo y su intensidad dramática resultaron incomparables. La niña melosa se quedó prendada de las voces de Bessie Smith y Louis Armstrong salidas de una vitrola que escuchaba en el burdel donde trabajaba como sirvienta. Entre escobazo y escobazo, recogiendo las miserias del comercio nocturno de la carne, Billie se sentaba en una cama de sábanas revueltas y se dejaba llevar por una melodía que le estaba señalando el camino.
Nadie pone en duda hoy su grandeza. A diferencia de otras cantantes, de otras también grandes, en Billie Holiday la música es epidérmica. Cuando se escucha una de sus canciones es difícil prescindir de la emoción que hay tras ella. Defendía que jamás repetía de la misma forma una canción. Aunque no fuera cierto, esa voluntad de impregnarlas con su estado de ánimo nos ha llegado como consigna para amplificar la devoción que le profesamos. Decía Julio Cortázar en uno de sus cuentos que «escuchar a Billie Holiday era una tristeza hermosa que daba ganas de acostarse y llorar de felicidad, se estaba tan bien en el cuarto de Teresita con la ventana cerrada, con el humo escuchando a Billie Holiday…».
Strange Fruit fue durante mucho tiempo el broche con que cerraba su actuación. Conforme pasaban los años, la pieza adquiría el tono de un adagio fúnebre rubricado con un quejido que traslucía un desgarro racial inconfundible. Llegado el momento de la interpretación, se apagaban todas las luces excepto un foco dirigido a la cantante. Billie solía cerrar los ojos. Los versos, demoledores, se iban desgranando en la sala cuajada de humo, y su figura conseguía transmitir la emoción de los pies del árbol de donde colgaban los dos hombres linchados. Cuando finalizaba, inmediatamente desaparecía del escenario. Después llegaba la calma, sin música. Pero los más fieles, los menos cretinos, los más comprometidos solían retener en su oído el alarido final, bitter crop, que acaso fuera el título idóneo con que coronar su biografía.
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