La vejez y la muerte tienen tal fuerza amedrentadora que nos producen ciertos sobresaltos que acaban alumbrando los sótanos perversos de la curiosidad y la imaginación. Basta con comprobar la excitación que ha producido la aplicación FaceApp para concluir que en cuanto se abre una rendija a la especulación con el tiempo y la edad se desboca la inquietud por anticiparse a lo que nos depara el futuro.
Circulan ya con alto grado de popularidad, y gracias a la mentada aplicación, los rostros transformados de muchas celebridades que lucen palmito con su piel apergaminada pero manteniendo ese soplo de elegancia y circunspección como si nos anunciara que el vendaval de la edad es solo brisa acariciadora sobre nuestros cuerpos. ¡Cómo estarán esas próstatas, y esas artrosis, y esa pereza del organismo para admitir las ideas nuevas! Eso sí que no lo modifica este nuevo juguetito digital.
Pero aparte de esta nueva muestra del fisgoneo compulsivo de los consumidores de novelerías, me preocupa la alarma que ha generado el hecho de que la cuota que se paga por ejercer de curioso es la entrega de los datos de imagen personal a un administrador que podrá hacer con ellos lo que le venga en gana, puesto que las condiciones de privacidad son tan ambiguas como incierto es el destino de nuestra identidad.
Disfrazado de Mefistófeles, el propietario de FaceApp nos brinda un viaje al futuro a cambio de hacerse con nuestra alma. Unamos esta entrega a fondo perdido con las que ya hemos hecho con nuestras cuentas de correo, nuestros registros alocados en aplicaciones de menudillo, nuestro diario estriptís en la mensajería, nuestra exposición invisible a la codicia de piratas y ciberdelincuentes, para concluir que aun en el inmenso universo de seres solitarios en que nos estamos convirtiendo seremos más conocidos que el presidente del tupé dorado.
De seguir así llegará un momento en que no nos pidan documentación para ningún trámite. Bastará con que mostremos nuestro semblante para que, luego de una rapidísima captura icónica, el amable funcionario se aleje de las tradicionales preguntas de identificación y vaya a tiro hecho: ¿Se ha tomado hoy las pastillas?, ¿cómo va ese chorrito mañanero, ya más consistente?, ¿no se olvide de la Primera Comunión de su nieta el próximo domingo?
Mefistófeles le ha ofrecido una golosina al respetable público y este se ha lanzado a un panal de rica miel. Me preocupan especialmente los jóvenes indolentes y confiados que se entregan al festín de la iconomanía. Con lo bonita que es esa aplicación que se ejecuta en el espejo del aseo cada mañana y va cargándose poco a poco, y nos devuelve una imagen que puede dirigirse al diablo fanfarrón y decirle: métase sus ganas en semejante y azufrado orificio porque yo no tengo prisa.
¿Hiperexposición cibernética, adicción a la última novedad o moda tecnológica, seguir la onda de los demás internautas en esa búsqueda incesante del Santo Grial de la Red, no quedarse fuera de la última tendencia en boga? ¿O quizás un poco o mucho de todo ello?
Como si se tratara de un panal de rica miel, así acuden todos a la «novedad» repetida y transmitida millones de veces, cegados por una suerte de adicción Ahora es la aplicación de FaceApp, pero antes lo fue la caza -o la huida, según los casos-, del final de la famosa serie «Juego de Tronos», tras la enorme campaña publicitaria urdida en torno al desenlace de la citada serie. Y, por supuesto, si rebuscamos en el pasado, encontraremos más ejemplos de este fenómeno.
En definitiva, comparto la aguda reflexión del autor y en la certeza de que existe un Gran Hermano Mefistófeles cuya misión es escudriñar nuestras identidades y nuestras vida, a cambio del entretenimiento digital de turno.