El monstruo

Normalmente suelo llevar al monstruo con correa y bozal, pero hay días en que está demasiado salvaje y tira y se me suelta, y tardo en reengancharlo, y cuando lo recupero ya ha hecho de las suyas. Hace poco, sin ir más lejos, se me soltó y fue a dar con un joven indolente que estaba sentado en un asiento de la guagua, bien repantigado y con los pies en el asiento frente al suyo pringándolo a placer con sus zapatos. Cuando se levantó el monstruo le cogió un pulóver que llevaba en la cintura y limpió el asiento hasta sacarle brillo, para espanto del muchacho.

En otra ocasión, coincidió con un motorista que acababa de pasar por delante de nosotros pegando un acelerón estremecedor como un seísmo. El monstruo cogió al susodicho con su moto y se metió con él en un ascensor y dio cinco o seis acelerones de idéntica magnitud, y según dicen el infeliz busca por el suelo sus tímpanos maltrechos como quien busca unas lentillas.

Es así, se desmelena y tritura el civismo con un albedrío de bestia que me produce miedo. A veces, también, se me suelta y se coloca al lado de un tipo que habla por el móvil pregonando su conversación con decibelios propios de un don Pelayo en Covadonga. No tarda en parapetarse frente a él y comienza a berrear hasta que el pregonero apaga su móvil o huye despavorido.

Como también lo descompone la digestión obligada de una música machacona emitida desde el autorradio de un cenutrio que exhibe su estupidez bajando los cristales de su coche y repartiendo urbi et orbi el encanto de su bodrio musical. En una de esas, el monstruo tuvo un acceso de emoción estética. Se acercó a uno de los exhibicionistas y le cosió a los oídos unos auriculares conectados a un reproductor que contenía las nueve sinfonías de Beethoven, y se lo activó en modo bucle, de tal manera que hoy es posible reconocer al agraciado conduciendo y dibujando en el aire con sus manos las melodías del genio alemán.

Reconozco que temo esas ocasiones en que el monstruo se me escapa, y hago un esfuerzo ímprobo por embridarlo. Procuro no sacarlo a la calle y cuando lo hago lo aparto de los lugares donde no haya mansedumbre cívica y moral. Pero cuando me despierto con las noticias de una nueva muerte por violencia machista o de un juicio por abuso a menores debo confesar que el monstruo ladra y se agita desaforado, y yo lo mantengo en la caseta cerrada a cal y canto, aunque me escuezan sus ladridos.

2 opiniones en “El monstruo”

  1. Amigo Juanjo, a mi me ha pasado algo parecido estoy días que he estado por la ciudad de Roma, mi monstruo, que normalmente mantengo a raya con dificultad en nuestra tierra, allí se desata, se desinhibe, se vuelve loco y haría cosas totalmente fuera de toda compostura, tales como coger las bolsas de basura, que el vecindario de muchas de las calles por las que transité, deja con total incivismo fuera de los correspondientes contenedores, y no precisamente porque estén llenos, con el consiguiente mal aspecto de suciedad y abandono que presentan muchas de las calles romanas, fuera del entorno turístico.
    Otras veces, arremetería con sendos mordiscos a arrancar de las manos los móviles del muro de turistas que brazos en alto, enfocan sus pantallas móviles ante las diferentes obras de arte en los museos, impidiendo la visualización y disfrute del resto del público. Te entiendo amigo, pero el civismo, buena educación y salvaguarda de la concordia nos obliga a regañadientes a mantener firmes las correas de seguridad de nuestra bestia. Abrazos

  2. Antes de salir a la calle le recomiendo que administre a su monstruo un cóctel a base de trankimazín, lexatín, tranxilium, valium, orfidal y valeriana (10 mg de cada). Yo se lo doy al mío y sale muy sereno y sonriente. Lo único desagradable es la cantidad de baba que va destilando, por lo que siempre le pongo un babero de hule y tan contento.

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