Depositar un envase de vidrio en el contenedor, además de la demostración de civismo, puede convertirse en un acto momentáneo cargado de evocaciones metafóricas. Cuando en casa o en un restaurante se rompe una copa, un vaso o una botella se produce un estrépito que anuncia desgracia. El objeto que existía hasta hace nada se quiebra y pierde su entidad. Hay un instante de sobresalto que interrumpe el hilo de lo que estábamos haciendo y nos obliga a reparar en el percance, para luego regresar con normalidad a nuestra obligación con la rutina. En nuestra cabeza se produce un lapso mínimo de tiempo en el que habita una cierta inclinación a la sanción que bien podría resumirse así: esto no debió suceder.
Sin embargo, cuando uno acude al iglú verde e introduce el envase se produce un efecto distinto. Uno lo arroja sin temor alguno a que se haga trizas al llegar al fondo; es más, nuestro oído busca el impacto del cristal contra el cristal y reconoce en el estrépito un cierto gusto que colma nuestra conducta, algo que no es igual si el ruido de vidrios no se produce. Se desata, pues, un instante placentero basado en la destrucción, quizás porque nos proporciona la posibilidad de simular una transgresión consentida: lo que en casa es lamentable, sancionable, reprochable, aquí es expansivo y permitido.
Recordemos las escenas cargadas de tensión producidas por la rotura voluntaria y violenta de una botella. El acto de lanzamiento es una declaración de agresión potencial, aunque el objeto estrellado quede lejos de los presentes. Parece como si nuestra memoria tuviera el rastro de ese acto primitivo de desahogo, de liberación de una agresividad sin diana y nos lo recordara de una forma atenuada cuando introducimos el envase en el contenedor y quedamos a la espera del estrépito benefactor.
Algo así debería de ser la sensación de libertad. Actuar como si uno estuviera saltándose los límites y las reglas, y sin embargo estar contribuyendo al bienestar del planeta.
En las mayorías de los textos que te leo en tu bitácora de Morera, las dualidades las desarrollas de manera muy sugerentes, llegando a unirse, las situaciones o hechos en propuestas para pensar o debatir.
En este caso la libertad individual se hermana con una finalidad colectiva, lo que me lleva a seguir creyendo en la idea, a veces ideal, que lo individual se relaciona con colectivo, que mi libertad se puede transformar en riqueza colectiva, aunque sean hechos aparentemente sin ninguna significación.
Muy buena está dualidad.
De ahora en adelante tirar un envase de mermelada al contenedor verde me va a sonar a libertad.