Fábula

En una región revestida de una noble dignidad democrática, bien visible en el mapa para cualquier ciudadano moderno que se precie de tal, habitaban unos individuos que mantenían un tipo de convivencia falsamente pacífica, toda vez que la ambición por el poder de unos cuantos y su afán de codicia de los bienes materiales de la comunidad reptaban con ineluctable dirección al triunfo. De manera que, andando el tiempo y cuando se pasó del pensamiento a las obras, la población terminó dividida entre los que apoyaban a los codiciosos y los que se oponían a ellos reivindicando la vuelta a la convivencia horizontal. Los primeros, según se mira el mapa, se situaron a la derecha de la región y los segundos, a la izquierda.Durante un tiempo, la frontera se convirtió en un hervidero de acusaciones, reproches y proclamación de supremacías varias. Hasta que convencidos de que la batalla por lograr implantar el régimen que mejor les venía a sus intereses necesitaba un repliegue para que la arenga en la frontera sonara coral y poderosa, ambos grupos decidieron sentar plaza en sus territorios respectivos.
A los de la derecha se les oía poco. Apenas el canto de un gallo suelto que al día siguiente volvía al gallinero y se apagaba. A los de la izquierda, en cambio, los excitaba la práctica de la libertad de canto, y hacían de su inteligencia gallinácea el arma infalible que les haría recuperar la convivencia justa. Y ese alarde de cacareo individual se convirtió para los izquierdos en irrenunciable gasolina para detener las larvadas ambiciones de los derechos, que, extrañamente, seguían sin oírse. Hasta que se pasó del quiquiriquí al picotazo, y los izquierdos se enzarzaron en un formidable revuelo cuyo desenlace no pudo ser más trágico. En una dantesca conflagración fueron pereciendo impulsados por un repentino instinto de exterminio que los cegó hasta la devastación absoluta.
Solo, en medio de la región izquierda, sobrevivió un izquierdo que contemplaba desolado el páramo en que se había convertido su territorio. Pero el superviviente había metabolizado de tal modo su pulsión por el antagonismo que no veía futuro sin contrincante que jaleara su facultad para la refriega. Y una noche soñó con que sus dos hemisferios cerebrales se le salían del seso y libraban una fiera y desigual batalla. Pertrechado cada uno de las facultades provistas por la naturaleza, la disputa se llenaba de dardos de distinta índole. Así, el izquierdo contaminaba el aire de soflamas y largos parlamentos soportados con una verborrea sangrante. Y el derecho conseguía herir a su rival revelando la parte quebradiza de su intimidad. Cuando la intensidad del combate atentaba ya contra la integridad de su cerebro, el superviviente se despertó bruscamente de su sueño. «Ni siquiera mis hemisferios», se dijo con un hilo de voz.
Recuperado de su aturdimiento, un relámpago de lucidez llevó su pensamiento a la región de los derechos, o a la región derecha, para ser más precisos. ¿Qué harán ellos? ¿Cómo evitarán este fratricidio? Empujado por su curiosidad se lavó la cara y se dirigió a la frontera. Subido a una atalaya pudo contemplar el panorama uniforme de los adversarios de otro tiempo. Se acercó un poco más para asegurarse de que no se trataba de un espejismo y observó que en todos ellos había un distintivo similar: una pinza para tender la ropa taponaba sus fosas nasales.

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