
Muchos intelectuales se niegan a trabajar con las manos, prefieren el trabajo intelectual: oficinista: dignificado por la burguesía de los informes y el escritorio. Estos intelectuales, entre los que me encontraba; ¿me encontraba? En el fondo, era uno de esos que se negaban al trabajo digno y deportivo de transportar cajas; limpiar oficinas o limpiar cristales. Los tiempos pasan, y el hombre libre poco a poco va renunciando a su narcicismo; a su ego. Hace tiempo que el ego no forma parte de mi vida, y por eso mismo me he hecho amigo de las fregonas, los cubos, los mojadores, los limpiacristales. Los limpio con la alegría de Aristóteles o Voltaire, cuando cultivaban sus respectivos huertos. Yo no tengo un huerto, pero tengo una ventana: un ventanal en el que se refleja mi cara, y en ella se ve- más allá- una obra. Van a ser un Mercadona, enfrente. Las obras continúan. Dibujo con el mojador el rostro de Isis. Lo borro con el limpiacristales. Shaa, pam, pam, pum. Limpio con un trapo absorbente los restos del jabón, y le sonrío al sol por este trabajo en el que me he dado cuenta de la necesidad del trabajo físico- y remunerado- para un hombre de escritorio. Mientras limpiaba esos grandes ventanales, me venía al corazón la imagen de mi- pido permiso por el posesivo- Roberto Bolaño vendiendo bisutería a los turistas impertinentes. ¡Qué paciencia, ay! O un Roberto de freganchín olímpico, si no llega a la meta de lavar X platos a Y velocidad: lo corren, como se dice en México. Vamos, qué lo echan: «carretera y manta».
Ahora, el maestro Bolaño, o el maestrísimo Borges, duermen debajo de los cristales que limpio todos los días: cojo el mojador y el palo, y dibujo un sol con alas de águila entre el cristal y el cielo.
Magnífico texto de un puro escritor, «entre el cristal y el cielo» las pompas de jabón son flores de un instante que abonan el huerto de los deseos… Refrescan en el agotamiento de la (pomposa) realidad.
Una enorme satisfacción reencontrar al buen amigo prestidigitador de la palabra.