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Elogio de la algarabía

En la España vaciada los pueblos se han ido desecando y su urbanismo original se ha ido acartonando hasta quedar convertidos en pueblos museo. Me atrevería a decir que en Canarias algunos también llevan camino de ello.

De viaje por tierras de Castilla tuvimos la oportunidad de visitar localidades de reputación consagrada en todas las guías turísticas. Urueña, Arévalo, Candeleda, Frías, Mecerreyes son pueblos con encanto porque testimonian una arquitectura tradicional que, además de atractiva, induce a pensar en estilos de vida ancestrales, con esa fascinación que entraña toda costumbre antigua chocante con nuestra desarrollada modernidad.

Pero cuando uno pasea por ellos, asfixia el silencio. La belleza se va ahuecando porque no circula nadie por las callejuelas. Todo resulta atractivo: las vigas de madera, la mampostería artesana, las puertas macizas, el empedrado; pero tarda poco en brotar el deseo de encontrarse a alguien con quien mantener una conversación que nos llene de historia viva.

Quizás por eso, cuando llegamos a uno de esos pueblos recoletos, Orbaneja del Castillo, en el norte de Burgos, nos resultó ejemplar la existencia del ruido, más bien algarabía, porque de repente el sonido se convirtió en recordatorio de una vecindad de carne y hueso, lejos de la memoria fantasmal que reflejan las paredes empedradas de las viviendas de los pueblos callados. Orbaneja del Castillo es una localidad curiosa, con el atractivo de un arroyo que atraviesa su estructura urbana y desemboca en una cascada caudalosa que recibe al visitante con un estruendo de agua generoso. El pueblo está situado en una ladera. Hay que subir una pendiente para llegar hasta el núcleo principal. Y ahí que vamos con la expectativa de encontrarnos de nuevo con el surtido de casas tradicionales, plazas solitarias y calles empedradas agotadas de tanto turisteo y sedientas de nativos. Cuando llegamos a lo que constituía el centro, nos sorprendió la escena. Un grupo de treinta o cuarenta escolares de primaria se hallaban de excursión y se comían su bocadillo de media mañana sentados al borde del puente sobre el arroyo y conversando en los decibelios propios de la hora del recreo. El pueblo era otro. Saltaba la vida de una pared a otra de la plaza. Caminamos calle adentro y nos acompañaba siempre la algarabía, como un trino constante que hiciera temblar las hojas de los árboles. Con las piernas colgando del puente, los niños y las niñas asistían inconscientes a una ceremonia del sonido que coloreaba de humanidad la piedra reseca del pueblo museo.

No sé si son los años, pero después de tanto viajar las pretensiones se han ido decantando. Me conformaría con las tres ces: conversación, camino y comida. Uno reclama para sí la tranquilidad pero que esta caiga como una losa sobre la aspiración a la vitalidad no me satisface. Si no surge la conversación en los viajes, porque además soy tímido redomado para iniciarla, pues al menos que viva la algarabía infantil.

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¿Quiénes quitaron los puntales?

Conocía la catedral de León solo por la inundación de imágenes y convenciones relativas a su condición de testimonio áureo de la arquitectura gótica. Pero tuve la oportunidad de visitarla recientemente para confirmar que todo lo que se decía sobre ella era cierto. Su esplendor abruma, su interior abre los poros de la admiración mire uno a donde mire. Cada rincón es el nicho de una historia y al mismo tiempo un desafío arquitectónico y una contribución a la inteligencia artística.

Pero he aquí que la atención se me concentra en un episodio que forma parte de las más graves vicisitudes por las que ha pasado el célebre monumento y cuya narración en la audioguía despertó en mí una vieja reivindicación sobre los protagonistas de la historia. Me refiero a lo acontecido con la cúpula del crucero. Al parecer, durante los siglos XVIII y XIX, no conformes con la magnificencia de la catedral, los arquitectos propusieron barroquizar la cúpula, agregándole ornatos y elementos preciosistas que terminaron por hacerla zozobrar y poner en peligro la estructura del edificio. De manera que no hubo más solución que desmontarla y volver a construir otra más aligerada de carga. En este proceso de reconstrucción participaron una serie de arquitectos convertidos a la postre en héroes de la preservación del tesoro leonés. El último de ellos fue Juan Bautista Lázaro. Y aquí la audioguía adopta los mimbres de la épica para contarnos que un día de fines del siglo XIX toda León se concentró en los alrededores de la catedral para asistir a la retirada del apuntalamiento de la cúpula reconstruida. «Los leoneses contenían la respiración. Autoridades y pueblo contemplaban la reacción de la cúpula. Al fin la piedra soportó el desafío arquitectónico y la ciudad se acercó más a Dios». O algo parecido. No hace falta demasiada imaginación para figurarse la escena. La posteridad consagraría a los próceres que hicieron posible la obra. Para lo que hace falta más imaginación es para pensar en los obreros responsables de quitar los andamios, es decir, aquellos hombres que estuvieron dentro de la catedral en el momento de desapuntalar la cúpula, que podía perfectamente haber cedido y haberse desplomado sobre ellos.

Pensé en esos hombres y en el valor del riesgo para pasar a la posteridad y unirse al protagonismo de la Historia. La inteligencia de los arquitectos es necesaria para diseñar una construcción de esa magnitud, como lo es la de los economistas que gestionan los recursos de un país. Pero en la forma de relatar los acontecimientos importantes el discurso histórico debería disponer de modalidades para no descuidar a quienes contribuyen, a su manera, al esplendor que será heredado por las generaciones posteriores.

Borges ideó un Colegio de Cartógrafos que levantó el mapa de un imperio que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. En el caso de la Historia, habrá que fabular (ojalá lo hubiera hecho Borges) un relato que diera cuenta de todos los que forman parte de la historia de una civilización, con su desmesura y su imposibilidad para ser elaborado.

¿Se imaginan que nadie hubiera querido desapuntalar la cúpula?

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José Miguel Pérez

Es muy probable que me traicione la amistad. Pero la circunstancia de la concesión del título de hijo predilecto de Gran Canaria me brinda una oportunidad para colocar la figura de José Miguel Pérez donde le corresponde.

Es conocida la respuesta de Diógenes de Sínope a la pregunta sobre su actividad indagatoria con la linterna: «Busco a un hombre, alguien fiel a la naturaleza humana». ¿Se puede ser fiel a esa naturaleza si uno se dedica a la política? Basta con que no ambicione más que contribuir con su talento a mejorar las condiciones de vida de sus semejantes; basta con que no pierda vista a su familia y sus amigos, con que asuma la limitación que impone la historia de la sociedad que le toca gestionar sin cruzar las fronteras de la deshonestidad y el cinismo.

A José Miguel le tocaron tiempos difíciles. Tuvo que responsabilizarse de la Consejería de Educación cuando la política conservadora recortó drásticamente los recursos destinados a los servicios públicos. Los que estábamos a su alrededor intentamos convencerlo para que se ubicara en otro ámbito del gobierno, pero él apeló a la necesidad de no empeorar el desangrado que iba a suponer el abuso de los recortes. Y se metió de cabeza en el desafío, y lideró un equipo sólido y bien sincronizado (esencia del trabajo político más que la prevalencia del vedetismo mediático), y practicó hasta la extenuación el diálogo, y aguantó las ventiscas de los adversarios, ay, y de su familia política. Y consiguió algo tan complicado como la paz educativa y el reparto equilibrado de los recursos disponibles, a pesar de los embates estrambóticos del tristemente célebre ministro Wert y su partido.

Luego, con su tarea cumplida, regresó a la docencia, su casa igual de seria que el Gobierno, donde la labor del respeto a la verdad de la Historia se vuelve estudio. Y prescindió de cualquier privilegio como docente, no por ejemplaridad sino convencido de que la entrega es la máxima del servidor público. Y regresó al compromiso con sus inveterados compañeros de viaje investigador: Galdós, Negrín…

Siempre sin hacer ruido. Contenido en las acrobacias verbales habituales en el teatrillo de la política. Sin hacer alarde de su condición de político preparado, quizás de entre los pocos con más talla en la historia de la política canaria.

José Miguel goza de un prestigio como oráculo que pocos conocen, porque huye de las viejas mañas de los sanedrines. Aporta sus conocimientos, su pericia y su visión prospectiva con una discreción admirable, sin buscar réditos, sin contraprestaciones.

Y además de todo esto, es un amigo generoso y sensible, pendiente de aquello con lo que pueda contribuir al bienestar de los suyos. Abuelo modélico, padre incondicional. Sufridor de la Unión Deportiva, amante desatado de la memoria local de nuestra infancia y nuestra juventud, apasionado de lo clásico en las artes, especialmente en la música y el cine. Grancanario de pies a cabeza, galdosiano con pedigrí fraguado en la calle Doña Perfecta del barrio de Schamann.

A él le gustaría poco que le dijera que tal vez algún haz de luz del filósofo Diógenes podría recaer sobre su figura.

Tuvimos un profesor común en los Salesianos. Un genio. Don Antonio Vega. Entre las muchas cosas que nos dijo hubo una que repitió como un mantra, y a la que nosotros poco caso hicimos, anegados como estábamos de tanta machangada adolescente. Los veré un día, dijo don Antonio, en el Boletín Oficial del Estado. Y se cumplió la profecía. A mí me tocó aparecer como funcionario dedicado a la docencia, que también tiene su aquello, y José Miguel figuró en varias ocasiones como refrendo de su valía y su talla de hombre para la Historia. No lo digo yo solo: ayer en el Auditorio Alfredo Kraus, cuando salió al escenario a recoger su reconocimiento, el largo aplauso de todo el público puesto en pie lo puso de manifiesto. Yo, al menos, aplaudí emocionado.