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La irresistible belleza de la mentira

Tras una conferencia en la Biblioteca Nacional sobre Luis Cernuda llegó el momento de las preguntas del público. Un señor frisando los ochenta se dirigió al conferenciante y le hizo el siguiente comentario: «Le agradezco todo lo que nos ha contado sobre el poeta. Debo decirle que siempre me han gustado sus poemas pero hasta hoy no sabía por qué. Con todo lo que nos ha expuesto, ahora me lo explico. Dicho lo cual, le pediría que en otra ocasión me dé las razones por las que me atrae tanto Pedro Salinas».

Ya se pueden imaginar el desconcierto del conferenciante, quien, por cierto, se tomó con buen humor tan original intervención y le contestó que esperaba que su conferencia no hubiera llegado demasiado tarde.

Palabras, textos o discursos ejercen sobre quienes los oyen o los leen un poder de seducción. Y el poema, con su condición de texto destinado a provocar emoción estética, es un buen ejemplo de esa atracción. También la mentira, o en su versión más moderna, la posverdad, ha ido escalando puestos entre los discursos que seducen.

La mentira va perfeccionando sus ornamentos para lanzar sus redes emocionales e ir embrujando a los incautos. Se convierte en un texto con fuerza, con autoridad racional, con un colorido en sus manifestaciones que embelesa a sus oyentes como el esplendor de los fuegos artificiales. Vean si no cuánta contundencia y cuánto brillo destellan en estas declaraciones inmortales: España roba a Cataluña. Los madrileños hemos sido sacrificados para beneficio de los independentistas. El rey emérito es un patriota, con claroscuros como cualquier español. La violencia de género es un invento de las feministas. Los emigrantes tienen un trato preferente. Europa explota al Reino Unido.

¡Qué belleza! No me digan que cada una de ellas no desprende una fragancia hechizante. Vibran de marcialidad y contundencia en los oídos, y permanecen en ellos como una espada presta a desenfundar en cualquier momento. Tienen la cualidad del colofón para cerrar conversaciones y limpiar de impurezas los discursos tibios que no acaban de decidirse.

Son afirmaciones que gustan, aunque no se sepa por qué. Lo triste es que ocurra lo que sucedió con el paisano admirador de Cernuda. Que solo con el tiempo quienes gustan de las mentiras caigan en la cuenta de cuáles eran las razones por las que sentían tal atracción. Esperemos que tal descubrimiento no llegue demasiado tarde, cuando ya la mentira haya esquilmado los pocos brotes verdes que le queden a la verdad.

Por lo pronto, aprovechemos que nos gusta Cernuda para leer en sus versos todo lo que supo anticipar respecto a lo referido en este artículo.

El hombre es una nube de la que el sueño es viento.

¿Quién podrá al pensamiento separarlo del sueño?

Sabedlo bien vosotros, los que envidiéis mañana

En la calma este soplo de muerte que nos lleva

Pisando entre ruinas un fango con rocío de sangre.

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Tres campanadas en Ucrania

Los bombardeos no se han frenado, pero en el día de ayer sonaron tres campanadas de victoria (también se llama así) que suspendieron por unas horas el decurso habitual de la tragedia. Jarkov y Mariúpol continúan sufriendo el asedio de los proyectiles y los misiles rusos, y las ciudades van quedando reducidas a cenizas. Los edificios históricos, las escuelas y las casas modestas, como la de Yuri y Tatiana, son hoy una escombrera gris que acumula en un caos de enseres las pertenencias de miles de ciudadanos conmocionados aún por esta terrible plaga. Y en medio de este dantesco paisaje pugna la fuerza de la costumbre para sobrevivir, y los dos ancianos permanecen fieles a su huerta y plantan para subsistir. Siguen sonando las sirenas y los paisanos ya han aprendido el cuerpo a tierra de las antiguas películas de la Segunda Guerra Mundial.

Vlad, el hijo de Andrii, juega en solitario en lo que fue el jardín de su casa. Aguanta el balón todo el tiempo que le da su habilidad. Su padre lo llama porque ya va a empezar el acontecimiento y el muchacho suelta el balón, que cae abatido, igual que su esperanza, en el cráter que ha dejado un misil en el suelo rocoso. A esa hora hay muchas familias ucranianas reunidas alrededor de un transistor, bajo la húmeda oscuridad de un refugio o entre las ruinas de su domicilio desfigurado como la piel castigada por una quemadura. Otras familias, con más suerte, aunque idéntica desolación, se congregan frente al televisor.

A Natalia Klymova, maestra de alumnos reunidos virtualmente como consecuencia de la diáspora, le sigue sangrando el corazón cuando contempla su aula convertida en fárrago de maderas y ladrillos. Pero alberga esa pasión universal que la estremece los días de gloria de sus admirados jugadores.

Andrii, Vlad y Natalia, y muchos ciudadanos sobrepasados por la angustia que no acaba escucharon ayer una primera campanada. Era una burbuja de júbilo, un salto ficticio que distraía de la honda tristeza, pero ninguno dudó de la necesidad de congratularse por esa breve conquista. Y aguardaron con la tensión de los momentos solemnes, por si sonaba una segunda campanada y elevaba la temperatura de su alegría, y los tranquilizaba, feliz espejismo, pero qué bienvenido. Y sonó la campanada y el suelo de toda Ucrania sintió un temblor nacional, esta vez no como fruto del estampido de la metralla, sino por la agitación eufórica de tanto abrazo y tantos brazos en alto y tantos gritos desaforados.

Como el número tres es el símbolo de la perfección y del éxito, representa el orden cósmico y consagra la aspiración a la paz, tenía que tañer la campana emocional por tercera vez en la tierra herida. Y de nuevo se extendió el flujo vibrante por todo el país. Andrii se abrazó a Vlad, y Natalia dejó salir dos lágrimas de entusiasmo en la soledad de sus cuatro paredes. Finalizado el acontecimiento, el muchacho sacó el balón del agujero, su padre siguió rebuscando entre las ruinas y la maestra se repuso para transmitirles a sus alumnos una vaharada de fe en el restablecimiento de la vida ordinaria.

Y en este efímero paréntesis temporal en el que la selección de fútbol de Ucrania ganó por 3 a 1 a la de Escocia muchos ciudadanos golpeados por la guerra saborearon las mieles de una victoria, de esas que se obtienen con el corazón distraído.

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El suicidio de Salvador P.

A los pocos días del suicidio de Salvador P., se descubrió una carta en la que el desdichado parecía declarar los motivos que lo habían llevado a tan drástica decisión.

Lo que reveló su triste texto es que había decidido quitarse la vida porque después de decenas de intentos para que Javier Marías lo sacara en uno de sus artículos, había llegado a la conclusión de que al insigne escritor no le interesaba para nada su figura estrambótica. Y como no veía otro modo de realizarse que ser inmortalizado en la galería de los honorables estúpidos del susodicho, y que seguir viviendo en la más deplorable mediocridad no valía la pena, lo mejor era desaparecer, con la esperanza de que llegara a oídos de Marías su historia y este reaccionara con un ditirambo, lógicamente post mortem, que consagrara la valentía de Salvador por tan heroica decisión.

Detallaba a continuación la serie de intentos por hacerse visible a los ojos del célebre articulista, haciendo constar que con tales acciones no perseguía otro objetivo que convertirse en diana de la saeta ilustrada de Marías, para lo cual había adquirido la costumbre de remitir por escrito las noticias de sus excentricidades al escritor. Contaba que se había hecho concejal de Podemos en el ayuntamiento de Madrid y que en la siguiente legislatura se había incorporado a la misma institución, pero con las siglas de Ciudadanos, albergando la esperanza de que este seísmo militante fuera razón suficiente para aparecer en una columna. Había abrigado la causa feminista en sus términos más bravos y selváticos, sin ocultar, más tarde, su participación en el negocio legal de los lupanares y clubes nocturnos de los alrededores de la capital. Había ejercido durante unos años la profesión docente contribuyendo a la vulgarización de la educación con proclamas pedagógicas e infantiloides, denostando la cultura tradicional y el prestigio de la añorada urbanidad. Después de haber ejercido en cargos municipales relacionados con la limpieza y los jardines, había prescindido de escrúpulos para sacar a su perrito y estimularlo para que defecara a campo abierto mientras él se jactaba en silencio de haberse olvidado de la bolsita.

Y extenuado porque toda esta serie de provocaciones no habían sacado del escritor ni una gota miserable de tinta, Salvador P. había concluido que para Marías la estupidez tenía también sus grados, y que él escribía sobre los estúpidos con pedigrí y sobre las sandeces de baja intensidad, algo que no estaba consagrado más que en su vasta y personal biblia de la necedad. Durante una temporada, continuaba Salvador P. en su triste carta, se dio a los sueños reparadores de su ansiedad y se figuró a Marías metido a ministro de Cultura, campeando por las tierras de España y poniendo orden en el devastado páramo de cultura y costumbres de los necios españoles. Pero le costó tanto a Salvador P. mantener la musculatura de esa figuración que desistió al poco y volvió a su obsesión compulsiva que nunca encontró satisfacción.

Alguien tendría que haberle dicho a Salvador que no hacía falta tanta impostura y tanta astracanada. Que las oposiciones a la estupidez de Javier Marías se ganan solo con abrir la boca o hacer alguna buena obra que excite sus manías.