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La sabiduría

No sé cuándo comencé a pensar que la respuesta a la pregunta ¿A qué aspiras? necesitaba un contenido que diera cuenta, de una manera más ajustada, de lo que es mi aspiración en la vida. Será que los años han ido decantando toda la artillería que se desplegaba cuando quien respondía era la juventud militante y apasionada. Ahora, esta misma juventud, modelada en carne y espíritu (¡con cuánto palabrerío exorciza uno la vejez!), parece requerir una morosidad mayor que nos permita mantener más tiempo en la boca el caramelo del porvenir y paladearlo hasta la última esquirla dulzona.
Lo cierto es que desde hace un tiempo veo en la sabiduría el compendio de las ideas que me resultan provechosas para obrar con la templanza que necesito. No soy original, lo sé. Los saberes de las comunidades primitivas macerados en la edad provecta de sus mayores han sido desde hace siglos el asidero de sus integrantes jóvenes para sobrevivir. Y esos mayores no han hecho más que (y no es poco) envejecer y reposar la mirada sobre las cosas mundanas para restarles el ímpetu de lo categórico.
Pero ¿cuál es la sabiduría de la que me gustaría proveerme? Por lo pronto descarto toda la verborrea que tienda a aprisionar lo laberíntico y complejo de la condición humana en frases evanescentes que buscan elevarse de lo corriente con una estética celestial. Lo que sucede con los seres humanos es el cruce de muchas causas, razones y eventualidades, y poco contribuimos al bien común si lo reducimos todo a una generalización vacua que deja fuera el entramado que explica los comportamientos.
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Meurisse y Lançon

Uno decide capear la atonía de la tarde de un domingo mariposeando aquí y allá, entre las páginas de un libro y una decena de señuelos soltados en internet para que el músculo flácido de la curiosidad se traslade al dedo clic y nos lleve a la deriva por olas inacabables de enlaces y más enlaces, para terminar agotado de inutilidad pero victorioso frente al ataque silencioso de la abulia. Sin embargo, he aquí que me encuentro, en uno de esos vaivenes de anzuelos digitales, con la historia de Philippe Lançon, el escritor que sobrevivió al ataque a Charlie Hebdo, y entonces la curiosidad cede paso al sobrecogimiento y lo que era navegación frívola se convierte bisturí interesado en la experiencia de la situación límite y en la anatomía de la fortaleza anímica.
Hacía unos meses que había leído algo sobre la publicación de La levedad, una novela gráfica de la dibujante Catherine Meurisse, otra superviviente del mismo atentado, aunque afectada por circunstancias diferentes: Lançon fue tiroteado por los terroristas, y Meurisse llegó tarde a la redacción y esa demora le salvó la vida.
Ambos han utilizado la publicación de su producción literaria y gráfica para exorcizar un estado extremo de dolor, algo que parecía imposible tras la tragedia. Y tanto uno como otro han hecho un servicio impagable a la humanidad radiografiando lo que pasa por la cabeza de quienes han sido sometidos a una sacudida física o emocional tan terrible.

A mí, por ejemplo, me admira la crónica de Catherine Meurisse de su intenso viaje para recuperar su identidad, perdida entre los cadáveres de sus compañeros. Tuvo que reconstruirse, curarse del shock del terror de Charlie Hebdo, y eligió otro shock para hacerlo, el shock de la belleza. Acudió a Roma a sumergirse en la crema del arte universal y embadurnarse de la emoción estética suficiente que le desdibujara los bordes afilados de la muerte. Y no le resultó nada fácil. Según cuenta, todo le hablaba de violencia: las estatuas mutiladas, la luz tenebrosa de Caravaggio… Pero debió de ser esa corriente dormida que inyecta energías al deseo de vivir lo que se le fue despertando mientras recuperaba sus ganas de dibujar y su ilusión por el proyecto de contar en una novela gráfica la lenta reaparición de la luz y el color en su vida. Así nació La levedad.
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Beneficio

Un hombre, llamémoslo H1, (también podría ser una mujer) con dos hijos de veinte y largos años, es propietario de dos pisos en alquiler a los que ha puesto un precio acorde a la subida especulativa del momento. Sus hijos tienen pareja, han terminado estudios y, al igual que muchos de su generación, se hallan sin trabajo o con una ocupación irregular y mal pagada. Prolongan su formación como remedio a su falta de perspectiva laboral. Otro hombre, H2, con dos hijos, tiene una empresa mediana con una docena de trabajadores, quienes se quejan de las condiciones precarias de su empleo. Uno de sus vástagos está empleado en su empresa, el otro sigue estudiando. Los hijos de H1 buscan desesperadamente trabajo estable, los de H2 buscan desesperadamente piso de alquiler.
H1 se queja de la falta de oportunidades de empleo para sus hijos. H2 pone el grito en el cielo ante la irrupción del alquiler vacacional, que ha pervertido el mercado del arrendamiento y ha frenado toda posibilidad de independencia para sus hijos. Y ellos, H1 y H2, tienen todo el derecho del mundo a denunciar esta injusticia porque son la encarnación del progreso, los portadores de la palanca que mueve el mundo: el beneficio.
Llegan las elecciones y salen del baúl de las consignas las soflamas más ardientes. P1, político de una opción determinada, proclama el fin del empleo precario y la extensión de la ocupación justamente retribuida para todos los jóvenes. P2, candidato de otra opción, martillea sobre la injusticia de los alquileres abusivos y anuncia carretones de ordenanzas para hacer accesible a todos, especialmente a las parejas de jóvenes, el alquiler de una vivienda.
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