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La Bajada de la rama de Guía

Hay que reconocer que la religión tiene una musculatura de ritos más vigorosa que el paganismo. Si uno no estuviera obligado a creer en el simbolismo sagrado que preside los ritos religiosos, sin duda participaría más intensamente en la esfera de expansión emocional y mística que proponen dichos rituales. Y aun así, quedándose al margen de la devoción y la profesión de fe de quienes los protagonizan, se puede vivir la experiencia de la respiración puramente humana que subyace en cada rito aunque sea religioso.
Llevo diciendo desde hace tiempo que la secularización, con otros factores que han ido contribuyendo al incremento del individualismo en la sociedad occidental, ha contribuido a la mengua de los ritos cuando no a su desaparición. Y mantengo también que los necesitamos. Porque permiten la confluencia con desconocidos que comparten acto de presencia. Porque poseen un cauce de exaltación que conviene al espíritu domesticado por el sedentarismo ideológico. Porque encierran una dosis de júbilo inmotivado que aporta una ebriedad abstemia bastante saludable. Porque sirven de recordatorio de la condición vulnerable de nuestra vida. Porque desatascan de rutina tediosa las arterias que mantienen nuestro decurso cotidiano. Porque nos sumergen en un paisaje humano diferente y singular. Porque le ofrecen la posibilidad de la expiación o la gratitud a quien las necesite. Porque entretienen. Porque funcionan como señales de verificación de que estamos vivos. Porque enhebran hilos a los que se agarran las generaciones para garantizar su continuidad en la misma memoria familiar. Porque son bellos. Porque facilitan el necesario instante de enajenación (en la brevedad que se desee) en el que uno se desentiende de la tiranía de la funcionalidad. Continuar leyendo «La Bajada de la rama de Guía»

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La espera

Acabo de terminar el libro de Andrea Köhler, El tiempo regalado, y que lleva como subtítulo Un ensayo sobre la espera. Me atraía el tema y me había provisto de buenas referencias. Magnífico, es lo que puedo decir.
De elaborar un ensayo sobre la espera podría resultar un conjunto de apreciaciones que no pasarían de constatar la reproducción de patrones de conducta con el que nos sentiríamos de inmediato identificados. Todos esperamos, la espera es tediosa, angustiosa a veces, la espera es territorio para perder tiempo, es inevitable, paralizante. Esperar es la brida de la precipitación, puede ser fría, como la del observador paciente, o ardorosa como la del amante impaciente. Pero su autora, Andrea Köhler, logra trascender el retablo de manifestaciones de los seres humanos en actitud de espera y situar esta disposición en el centro de la historia del pensamiento.
Desde Freud, que ya consideraba la espera como «domesticación del instinto» hasta Beckett, que hizo de su «Esperando a Godot» un monumento al sentido de la existencia. Pensar sobre la espera y emparentarla con la pausa es rehacer la mirada sobre el tiempo, como hiciera Proust. Nos debemos al tiempo y le rendimos pleitesía en tanto no nos devore, y lo que la naturaleza falible nos pone en nuestras manos para no caer en sus garras es la morosidad y la quietud, aunque afuera, en el entorno que nos incumbe, sigan pasando cosas que nos creen la sensación de que nos estamos perdiendo mucho.
La autora extrae de la filosofía, la mitología y la literatura muestras de hondas incursiones en el sentido que el ser humano asocia a la espera. Heidegger, por ejemplo, revela su desesperación por la imposibilidad de acelerar el tiempo y convierte su experiencia angustiosa en columna vertebral de su pensamiento existencialista.
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El lenguaje de los gimnasios

Existen lenguajes universales. La música. Euterpe, la musa de agradable genio, se encargó de crear una gramática que atravesara fronteras. Cualquier individuo puede identificar una melodía y hacerla hablar en sus oídos, por ejemplo, para el deleite, para la ilustración o para evocar recuerdos. El arte. La creación artística moviliza el sentido del gusto y lo sitúa siempre en algún grado de su emoción estética. La danza, el deporte, el teatro de sombras, todos encierran un sistema de signos que no necesitan traducción para provocar un efecto inmediato en quienes los perciben.
Montado sobre la bicicleta estática de un gimnasio, dando a los pedales con más fuerza mental que física, contemplo el paisaje humano que se despliega ante mi vista y deduzco que hay un código común, una sintaxis de gestos, conductas, poses e intenciones que tampoco requieren una exégesis elevada para revelar su significado. Y todo en ausencia total de la palabra. Entonces ¿cuál es el texto que se genera en esos infiernillos del colesterol y la grasa?
En un gimnasio hablan los músculos, la orografía de fibras en el cuerpo de los eternos aspirantes a culturistas y sus bíceps embutidos como en una tripa transparente y a punto de reventar en cada levantada inverosímil de pesas y mancuernas. Hablan los gemidos agónicos de los tipos que llevan hasta el límite su fuerza ciclópea. Habla el rostro desbaratado por el agotamiento feliz tras alcanzar el número triunfal de abdominales. Hablan los chasquidos de los aparatos de tortura llamando con seductor flirteo a las articulaciones devotas del castigo. Habla el sudor, único fluido autorizado y acreditativo de la entrega patriótica al festín del gimnasio. Hablan las mallas y las camisetas de asillas ceñidas y con aspiración subcutánea. Hablan las zancadas y los pedaleos absurdos de quienes empujan sus huesos durante kilómetros de nada. Hablan las contorsiones, las flexiones, los desafíos convertidos en garabatos corporales. Hablan los resoplidos, los torbellinos de dióxido de carbono dándose codazos con el oxígeno en la nube densa del gimnasio.
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