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Stanley Kubrick y la mascarilla

Alguien me dijo una vez que le gustaría vivir en el mundo que habitan los interlocutores de un curso de idiomas. Esa cortesía relamida de preguntas y respuestas impregnadas de refinadas maneras parece inmunizar contra el mal gusto y la agresividad. Buenos días, ¿cuál es su nombre? Mi nombre es John, John Smith. ¿Y el suyo? ¿Puede usted ayudarme? Por supuesto, ¿qué necesita? Gracias, señor Smith. ¿Puede decirme dónde se encuentra Oxford Street? Y todo continúa con una exquisita elegancia que como un agujero negro se traga todos los arranques de comportamiento soez habituales en individuos de variado pelambre social. Sería el mundo ideal en el que imperaría el buen humor, la moralidad incorrupta y la satisfacción general con el destino que le toque en suerte a cada uno. Pero, claro, eso solo se encuentra en la atmósfera artificial de los métodos de enseñanza idiomática y nosotros, los hablantes y terrícolas de a pie, debemos conformarnos con emplear el aire hueco de las frases solo para aprender una lengua extranjera, y picar luego mucha piedra en la cantera del civismo para arreglar los desajustes de la realidad.

Llevo unos meses aprendiendo inglés. Voy con mis buenos cascos a todos lados para escuchar a los aristócratas de los mundos de Yupi que me hablan en la lengua de Shakespeare. Y como acostumbro a coger la guagua, también aprovecho el recorrido para hacerlo, máxime ahora que con la limitación de la mascarilla hay sobredosis de silencio.

Un silencio que se quebró bruscamente el otro día cuando se subió a la guagua un grupo de individuos objetores del civismo más elemental. La escena se resume bien con el diálogo (excesiva denominación para el silvestre intercambio) que tuvo lugar con el conductor:

—Tiene que ponerse la mascarilla.

—Con la calufa que hace me voy a poner mascarilla, tate calladito y arranca, anda.

—Chacho, Perola, dale un cate a ese pendejo, que no llegamos ni al desayuno de mañana.

Como resulta fácil de deducir, la escena terminó en trifulca, agresión, denuncia y un festín de aerosoles infectados campando a sus anchas desde la boca del tal Perola a los interiores orgánicos del respetable, que asistía atónito e indignado al espectáculo.

Tengo un amigo juez que me habla estos días de la dificultad para darle curso a las sanciones económicas por infracciones relacionadas con la pandemia. El trámite, la insolvencia de los sancionados, el poco efecto de la ejemplaridad, etc. Aunque el tal Perola entró en chirona por sus antecedentes, me dijo, este volverá a las andadas.

Entonces se me ocurrió hablarle del método Ludovico, el tratamiento a que sometió Stanley Kubrick a su personaje central en La naranja mecánica, inspirándose en la novela de Anthony Burgess. Si recuerdan, la terapia se basaba en generar en el paciente aversión a la violencia. Lejos de mí toda la brutalidad que rodeaba el citado método, pero le sugiero a mi amigo el juez que una adaptación más atemperada, con una terapia centrada en la meditación, el autocontrol y el entrenamiento severo en el uso de la cortesía podría paliar en algo estos rebrotes violentos. Y le hablo de la posibilidad de utilizar las maneras empleadas en las conversaciones de la enseñanza idiomática. Él se extraña, pero no lo descarta, y me promete hablarlo entre los suyos.

Pasados un par de meses me encuentro subido en una guagua como de costumbre. Y al detenerse en una de las paradas, y observando a los pasajeros que están por subir, me veo a los tres individuos que habían protagonizado el altercado de marras, entre ellos al enchironado. El estómago me dio un vuelco. Cuando le toca el turno de subir, el tipo, de nuevo sin mascarilla, se para ante el chófer y mantiene con él la siguiente conversación:

—Buenos días, señor conductor.

—Buenos días, ¿cuál es su nombre?

—Mi nombre es Feluco, el Perola.

—Encantado de conocerlo, señor Perola.

—¿Puedo sentarme, señor conductor?

—No, no puede sentarse, señor Perola.

—¿Por qué no puedo sentarme?

—No puede sentarse porque no lleva mascarilla.

—Disculpe, señor conductor, ahora me pongo la mascarilla.

Los otros dos no daban crédito. A uno, al que llamaban Chino, se le abren los ojos a punto de salírsele de las órbitas, y quitándose la mascarilla le espeta:

—Chacho, Perola, ¿se te fue la pinza?

—Déjalo, Chino, que está con el tratamiento —dijo el tercero.

—Disculpe, señor Chino, no lleva la mascarilla puesta —dijo el Perola.

—Venga, Perola, no me la comas.

—Señor Chino, la mascarilla hay que ponérsela. Si no se la pone puede contagiarme, y si me contagia, yo contagio a la vieja, y si contagio a la vieja, la vieja se enferma, y si se enferma la vieja, yo no como, y si yo no como, me pongo como una moto, y si me pongo como una moto usted ya sabe lo que pasa, señor Chino.

—Ponte la mascarilla, Chino, hazme el favor que este animal te tapa la boca pero pa siempre.

Todo esto es pura ficción, pero yo sigo practicando el inglés en la guagua. Sin embargo, cuando veo un episodio parecido o leo en la prensa la agresión a quienes intentan preservar la salud de los ciudadanos, créanme que dejo a un lado el idioma en sí y pienso en una terapia que obrara los mismos efectos que en el Perola.

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La desaparición de los rituales

Algunas de las declaraciones más amargas que se han producido durante esta infausta pandemia tienen que ver con la muerte de los familiares, con los que no se ha podido estar en las últimas horas de vida. Se ha sentido una necesidad de despedirse, de ritualizar la transición o la ruptura material del vínculo. Queda, imagino, una sensación de evaporación del tiempo que aumenta la tragedia por la desaparición del ser querido.

Y es que el ritual tiene tal potencial de vínculo, de recordatorio de la pertenencia a la comunidad, que prescindir de él puede dejar sin asidero emocional a quien lo necesita en el momento en que la soledad o el individualismo descarnado aprietan con más fuerza. Si se repitiera lo habitual en el caso de un fallecimiento, habría un duelo en un tanatorio, un velatorio en torno al féretro, un acompañamiento a los familiares, un estar presente como fórmula de solidaridad convencional. Y aparte de lo que haya podido ocurrir en las horas y las circunstancias íntimas del óbito, ese duelo inviste la despedida de un ceremonial que normaliza el duro tránsito. No sustituye a la desolación de los afectados pero deja una muesca en la memoria que evita el vértigo doloroso de quedarse en un limbo sin sentido de pertenencia a un tiempo y a una familia.

Por eso los rituales son importantes, porque lo engarzan a uno con la comunidad, con la naturaleza y con las cosas. Así lo manifiesta el filósofo coreano Byung-Chul Han, en su libro reciente La desaparición de los rituales. Han constata que en la sociedad actual, en la que lo digital ha irrumpido como un tsunami de alcance planetario, se han ido desvaneciendo los rituales y por tanto se ha perdido argamasa para las relaciones sociales y se ha abonado el terreno para un narcisismo sobre el que se sustentan las interacciones en esta época.

Llevo tiempo pensando que no hemos hecho esfuerzos por fomentar esa ritualidad balsámica que nos conecta con verdadero sentido de pertenencia a una tribu, en el mejor de los sentidos de la solidaridad tribal. Probablemente nos ha traicionado la repulsión que nos producían rituales asociados a una religión castradora. O también el rechazo a los ademanes a los que les atribuimos, no sé si acertadamente, un folclorismo exhibicionista. Pero hay que reconocer que en el caso de la religión hay (para los creyentes, claro) una liturgia que le da corporeidad a sentimientos que van más allá de lo puramente individual. El caso es que renegamos de los ritos religiosos y no nos hemos provisto de ninguno o no hemos hecho por conservar los ritos laicos cuya celebración nos proporciona la mejor ubicación en el tiempo de los nuestros, aquellos con los que convivimos, y en nuestro territorio natural de existencia.

Pienso en lo que sucede en un brindis, esa pausa ceremonial de una comida de amigos o una comida familiar. Es un momento en el que se conjuntan los gestos, se visibiliza un sentimiento común (al menos en apariencia) y se repite una liturgia que favorece el momentáneo sentido de pertenencia. Lo que viene después del brindis suele ser una atomización de las relaciones. Cada cual conversa con quien tiene al lado y de cuando en cuando hay un enganche con alguna complicidad que ha sobrevolado por encima de la mesa. Pero ha sido el gesto de entrechocar las copas, de recorrer con la vista a los otros y las otras, de guardar un levísimo silencio mientras se toma un sorbo lo que nos ha permitido, también de forma muy breve, representar un espíritu común que nos reconforta.

Del duelo extraemos una lección de compasión colectiva, del brindis, una fórmula para recordar la porción del genoma social del que formamos parte. Y ambos se basan en el rito y la repetición. Comparto el deseo de prodigarnos en ritos para abonar nuestra memoria de Humanidad.

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La Asociación de Crédulos Anónimos

Me habían hablado de ella pero no le presté atención hasta que lo mío pasó a mayores. El médico me recetó benzodiacepina aunque él no parecía convencido de que el motivo tuviera consistencia como para provocar los accesos de ansiedad que yo le contaba. Así que comencé a tomarla con cierta cautela, desalentado por la falta de convicción del médico. Lo que me llevó a pensar en otras salidas para curar la intoxicación. Y en esas me llegó la noticia de la ACA, Asociación de Crédulos Anónimos.

Llamé por teléfono antes para saber si requerían alguna condición para participar en las sesiones de Credulidad Terapéutica que celebraban todos los jueves. Quien me cogió la llamada fue muy amable. Me preguntó por mi nombre y a partir de ahí todo fueron señuelos para que acudiera sin recelos de ningún tipo. Los principios de nuestra asociación son incompatibles con cualquier prejuicio, me dijo. Todo lo que tú digas será bienvenido y formará parte de nuestro patrimonio de verdades rechazadas por esta sociedad enferma de desconfianza. Por tu bien, concluyó, no te guardes nada. Era un individuo que seducía y tranquilizaba con una voz mullida y acogedora. Y le comuniqué mi intención de asistir el siguiente jueves.

El local se encontraba en un barrio de la periferia. Era un ático al que se accedía por una escalera bastante oscura. Pero al abrir la puerta del local con un enorme salón acristalado un golpe de luz natural obligaba a protegerse la vista. Sentados en círculo, hombres y mujeres de distintas edades centraban su atención en el que parecía dirigir la sesión. Hizo un alto, me dio la bienvenida e invitó a uno a que interviniera.

—Yo estaba en un supermercado. Se me acercó un hombre con cara de enfermo. Me dijo que se iba a morir y que me hacía entrega de una mochila cargada de dinero. Y sin que me diera tiempo a reaccionar, el hombre se largó. Yo me quedé con los doscientos mil euros. Se lo he contado al banco y a la policía, pero nadie me cree. Nadie me cree.

—Nosotros te creemos, brother —dijeron a coro los demás. Y uno de ellos se levantó a abrazarlo.

Otro.

—A mí me atracaron cinco veces el mismo día en un cajero. No pude pagar las facturas pendientes, ni poner dinero para el regalo de un compañero que se jubila, ni pagar a mi ex tres meses de pensión. Mi ex no me cree. Nadie me cree.

—Nosotros te creemos, brother —corearon todos. Y una mujer que parecía bastante conmovida se abrazó a él durante prolongados segundos.

Otro.

—Yo soy nutricionista y tengo la explicación del origen de la pandemia. La soja. Nunca habíamos tenido soja en nuestra dieta, ni en la de la mayoría de los países del mundo. Y hoy hasta los subsaharianos se comen las tortas de trigo con soja. Y ¿de dónde viene la soja? No digo más. La ciencia hace oídos sordos a la verdad y sigue dando palos de ciego. Pero nadie me cree.

—Nosotros te creemos, brother —saltaron los demás al unísono. Y el director de la sesión se levantó para abrazarlo efusivamente.

Según iban produciéndose las intervenciones y las respuestas de los asociados, yo me iba sintiendo más perplejo. Empezaba a faltarme el aire y volvía a notar los síntomas de la intoxicación. Pero recordé las palabras de mi primer contacto telefónico con la asociación: Por tu bien, no te guardes nada. Y así lo hice. Pedí el turno y sin refrenar mi indignación expuse:

—¿Cómo es posible que se hayan tragado todas esas sandeces? Un tipo al que le regalan doscientos mil euros por la cara; otro al que atracan cinco veces en un cajero, (¿le quitaron cinco veces la misma tarjeta?); y otro descerebrado que dice que en la soja está flotando el virus cabrón que nos tiene jeringados. ¡Qué desgracia! Y yo que venía a curarme. Lo peor es que al salir de aquí nadie va a creerme cuando les cuente lo que acabo de oír.

Se hizo un silencio tenso, pero duró poco. Al momento escuché el coro de voces:

—Nosotros te creemos, brother.