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Hijos e hijas del confinamiento

Estarán comenzando a nacer. Algunos o algunas lo habrán hecho ya. Serán las hijas y los hijos concebidos durante el confinamiento. Tendrán una marca generacional en los manuales de sociología. Como ya tienen los mileniales o los boomers. Será curioso conocer las propuestas para caracterizar a los miembros de esta generación. Curioso para nosotros, que hemos estado sumergidos en esta experiencia insólita del encierro. Sobre todo cuando ya de adultos su mezcla con el resto de la humanidad los mimetice con el resto y sus rasgos se pierdan disueltos en la costumbre común que practique la ciudadanía. Pero nosotros sabemos que ahí, en una reserva de los cromosomas, latirán algunos comportamientos y distintivos cuyo origen habrán de explorar los antropólogos.

No estaría mal que para ayudar a estos estudiosos de la conducta dejáramos dispuestos los puntos de apoyo de sus estudios. Por ejemplo, podríamos confeccionar una batería de preguntas identificativas para reconocer al integrante de esta generación. Del tipo: ¿Tiene tendencia a ponerse las cholas desde por la mañana y no quitárselas ni para las fiestas de etiqueta?, ¿erupciones en la piel con cualquier tejido que no sea de chándal?, ¿le pide agua a su madre en la mesa mediante una vídeo llamada?, ¿manifiesta alguna inclinación a esnifar la levadura Royal?, ¿convulsiones ante la ausencia de papel higiénico en casa o en baños públicos?, ¿accesos de vértigo al oído del nombre Simón o a la vista de unas cejas espesas?

Si se manifiestan estas peculiaridades, sin duda esa criatura fue concebida en un tiempo en el que la libido subía con el mismo vigor con que se elevaba la curva del contagio y se desescalaba bruscamente cuando los vientos de la pandemia lo echaban a uno para dentro de casa. Tendrán que saber los estudiosos que el coito competía con la inundación de memes en los wasaps, la conversión de Resistiré de canción a cantinela, la sobreexplotación del horno para repostería y la transformación de las relaciones sociales en un grandioso show retransmitido en directo a través de las plataformas digitales. Por tanto, unos días se fecundaba una gracieta; otros, un orondo queque, y en otras ocasiones se engendraba una conversación con imágenes tartamudas. Y en medio de tan frenética actividad cabía el tiempo para gestar una generación. Si fueron hijos del aburrimiento, de la distracción o de la salvaje pasión desatada por el encierro, solo será posible saberlo con entrevistas directas a los implicados. Aunque cabría rastrear si en las conductas de los neoconfinados aparecen latiguillos delatores. Así si en una pareja surgiera el dilema: «Amor, ¿hacemos un niño o hacemos un queque?», o ambos decidieran encerrarse durante varias horas en la despensa para provocar una desbocada excitación al salir, no habría dudas del valor del rastro para encuadrarlos en nuestra novedosa generación.

Ahora más en serio. Estos hijos e hijas del confinamiento tendrán la responsabilidad de recrear este periodo tan amargo para remendar los jirones de una sociedad que tuvo que pasarlas canutas por culpa de una pandemia. Y nosotros tendremos que hacer acopio de autocrítica para que las consecuencias que extraigan ellos tengan solidez y sirvan para prevenir futuros desastres.

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Forrest

Hola, me llamo Forrest, Forrest Gump. Mamá decía que la vida es como una caja de bombones. Nunca sabes lo que te puede tocar. Suena, ¿verdad? La figura de aquel personaje singular que concebía lo real con un grado de simplicidad asombroso. Cargado de cualidades ocultas, comenzó a exhibirlas sin pudor y a escalar socialmente hasta llegar a la misma Casa Blanca y compartir con el señor Presidente el saludo y las ganas incontenibles de ir a mear.

Los guionistas prefirieron reconducir la vida de Forrest hacia lo doméstico, porque de haber seguido escalando hubiera podido llegar a instalarse como inquilino principal del magno recinto y su trayectoria hubiera constituido el manual perfecto para un presidente bobilín. Se hubiera alzado con el liderazgo apoyado por los millones de seguidores que corrieron tras él por todo el país sin preguntarse por qué lo hacía, solo seducidos por el llamativo impulso de correr sin parar. Y, como en la película, no les hubiera interesado el motivo sino la confianza plena en que aquel espectáculo estrambótico era la fuente de la verdad. «Usted tiene todas las respuestas, señor Gump, así que voy a seguirlo», le dice el primer seguidor.

Al llegar a la Casa Blanca el presidente Gump hubiera pedido muchas cocacolas y montar en helicóptero, porque eran gratis. El presidente Gump estaría encantado de tener un micrófono para hablarle a todo el mundo cuando quisiera y les diría que estaba muy contento de estar en aquella casa, y que su mamá también estaría muy orgullosa de él, y que le habían dicho que aquella casa era suya, aunque él no la hubiera comprado. Y que ahora no podían quitársela, y que si se la quitaban él se enfadaría porque no había nadie que hubiera corrido tanto como él.

Hubiera sido otra película, claro. Y al salir del cine los espectadores subirían a sus vehículos, encenderían la radio y escucharían al presidente Gump hablando como cada día, y pensarían que era una novedad nacional que la película continuara fuera del cine, aunque tuviera partes de terror y no se supiera si tenía un final.

Los guionistas, que saben escribir atendiendo a lo que la gente quiere, no dudarían en reescribir el guión y nos propondrían un arranque parecido (porque el original era muy bueno) tal que así:

Mamá decía que en la vida los tontos son los que dicen tonterías y los listos son los que corren. Hola, me llamo Donald, Donald Trump.

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250 años de una genialidad

Hacia finales de los 60 o principio de los 70 Televisión Española emitía un programa de música clásica los domingos por la mañana, Concierto creo que se llamaba. Nada más plúmbeo para un muchacho como yo que aspiraba a la modernidad a base de sacudidas corporales y aullidos espasmódicos. Lo ponían tras la retransmisión de la misa dominical, con lo que la mañana de ocio se me llenaba de un esplendor emotivo tal que me empujaba directamente al estadio próximo a mi casa a empacharme de condumio futbolero.

Corría el año 69 cuando oí por primera vez el Himno a la alegría, en la voz de Miguel Ríos. Sus cualidades melódicas, ese comienzo lírico y esa progresiva invitación a la épica tan afines a nuestro canon adolescente, se asentaron entre las preferencias de mi generación.

Aparece en el año 71 La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, y en la pantalla se funden las imágenes violentas de aquel depravado Alex DeLarge con diferentes movimientos de una pieza musical cuya autoría me resultaba desconocida. Forman un todo poderoso que me llega a las tripas y se me quedan en un rincón agitado de mis recuerdos estéticos.

Y al cabo de poco tiempo me deja en estado de imbecilidad transitoria, como los enamorados según Ortega y Gasset, una música escuchada al azar probablemente en un transistor y en horas de embeleso romántico. Me obsesioné con aquella pieza pero mis conocimientos no me daban para identificarla. Cuando volví a escucharla de nuevo en otra ocasión azarosa, el efecto me atacó de nuevo a la sensibilidad y me propuse indagar con la única pista del término séptima cazado al vuelo. Al fin, rendido a la melomanía de un amigo, llegué hasta ella y descubrí al compositor que la había puesto a mi servicio. El mismo que estaba detrás de la canción de Miguel Ríos, el mismo que había convertido la pasión de Alex DeLarge en una tortura mental, el mismo que años después nos deleitaría con su Septeto para cuerdas y viento en la serie Érase una vez… el hombre, el mismo que contribuyó a describir los rincones mohínos de la intimidad cuando sonaba su Claro de luna.

Se cumplen 250 años del nacimiento del genio. No soy melómano y por eso hablo como aprendiz de la música sublime a la que tuve acceso a base de destellos adaptados. Cuento mi experiencia vulgar porque estoy convencido de que la solemnidad no es la única vía de conocimiento. Y llegada la ocasión de tributar a este portento he preferido asociar su obra con la peripecia vital de la que he sido protagonista. El Segundo movimiento de la Séptima Sinfonía se quedó para siempre instalado en la memoria de los instantes gloriosos. Puede que no sea de las piezas impecables del músico alemán, pero el crescendo que experimento cada vez que la oigo es lo más parecido al acercamiento al oscuro y secreto jardín de la belleza. Hay en la melodía una invitación a adentrarse por un sendero incierto hasta un territorio en que se alcanza una figurada plenitud, un abismo feliz que solo es accesible con los ojos cerrados y la mente aliviada de las heridas de la cotidianidad.

Me alegra haber descubierto que entró en mi vida sin decirme su nombre, como entran los verdaderos genios, que se adhieren a la piel como si constituyeran una verdad histórica incontestable.

Puedo incurrir en frivolidad, pero hay una manera de mantener la creencia en un instante de triunfo por encima de estos tiempos tan aciagos por los que pasamos y que consiste en el ensueño de incorporarse con todo el ardor que permitan las fuerzas al coro de la Oda a la alegría y gritar o mover los brazos reivindicando el derecho a la esperanza.

Habrá siempre una grata deuda con él, con el genio que lo hace posible. Richard Wagner no tuvo reparos en decir que creía en Dios, en Mozart y en Él, inmortal Beethoven.