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Maixabel y las formas del perdón

Acudí a ver la película Maixabel con el conocimiento de los hechos que en ella se cuentan gracias al documental Zubiak firmado por Jon Sistiaga. Quienes hemos vivido en tercera o cuarta línea el terrorismo de ETA sabemos que se trata de un asunto espinoso, que causó un dolor tremendo y que sembró una indignación y una perplejidad inexplicables entre los que profesamos una visión progresista de la política.

En la película hay un tiempo para ese recuerdo doloroso, pero es breve, aunque suficiente para revivir la magnitud de lo terrible. El resto del tiempo está dedicado a la decisión de Maixabel, viuda de Juan María Jáuregui, de encontrarse con los asesinos de su marido. Intentando desprenderme del alto voltaje emocional que provoca la película (¡cuánta lágrima hemos declarado al salir, quizás más como desagüe de la impotencia y como enaltecimiento de la valentía de la mujer!) creo que la directora nos propone una radiografía del perdón en un contexto muy difícil. Leyendo unas declaraciones de la protagonista real, Maixabel Lasa (Blanca Portillo hace una interpretación magistral), esta manifiesta que no se trata de perdonar sino de dar otra oportunidad a los asesinos de su marido. Y ese matiz no es baladí, porque el perdón podría entenderse motivado por un deseo, absolutamente legítimo y plausible, de drenar la vena de odio que pervive en el cuerpo de quien sufre. Una forma de descargar ese peso que contamina el pensamiento, que no late más que para desear la eliminación del victimario.

Dar otra oportunidad al verdugo tiene otro componente. Es el fruto de una actitud que, a mi juicio, no tiene que ver con la ética (quienes no perdonan siguen siendo éticamente íntegros), ni responde a un argumento racional del tipo: perdono porque mataron en un contexto de lucha armada, con sus ingredientes de coacción y ofuscaciones. Dar otra oportunidad nace de una parte de la conciencia a la que no accedemos todos y que bebe de las fuentes de la empatía y la consideración del otro o la otra como un ser capaz de producir dignidad a pesar del fango de sus acciones.

Hay que tener una madera especial para albergar la savia que alimente esa actitud. Y lo positivo de la película, y de la decisión de la persona, es que esa actitud no me resulta ejemplar sino contagiosa. A saber qué deja más huella.

En la serie Condena (absolutamente recomendable) hay también un recorrido por el itinerario del perdón. El protagonista no busca más que la oportunidad para mirar directamente a la cara y decir lo siento. Y la afectada lo escucha y su silencio no es más que la traducción del difícil calvario del perdón. Y al final entiendes a ambos, y comprenderías incluso que la víctima se negara, porque el perdón se macera en un delicado caldo de transigencia generosa, que no sé si puede proveer solamente desde el interior de cada uno.

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La Palma

En ocasiones los acontecimientos no se dejan aprisionar dentro de un nombre o un calificativo. Su magnitud, su manera de irrumpir o la zozobra que producen frustran todo intento de corsé verbal. El impacto rebasa los mecanismos mentales que ponemos en marcha cuando sucede una catástrofe y solo nos queda una sustancia contundente que va alimentando nuestra desolada perplejidad. Porque eso es lo único seguro, la perplejidad. Yo estoy perplejo.

Quienes estudiamos Geografía representamos decenas de veces lo que hace miles de años constituyó la orgía de lava y fuego que dio lugar al edificio geológico de las islas. Pero era una representación tejida con los hilos de la imaginación, induciendo la fogosidad del corazón de la Tierra por las coladas basálticas solidificadas en escarpes y mesetas envejecidas por el tiempo. Contemplando ahora los estragos que está haciendo el volcán en La Palma, la imaginación cobra una vitalidad desconocida. El magma revienta como una digestión mal hecha y llena de fuego una parte de la que es y será siempre nuestra isla bonita.

Hemos asistido a cientos de catástrofes, tremendas, dantescas, desoladoras. Esta tiene la singularidad de la morosidad de la consumación. Así como el terremoto o el tsunami semejan un golpe breve y seco, o la riada y el incendio destrozan también con inmediatez y con ostensible fanfarria convulsiva, esta erupción actúa con la lentitud de la mancha de aceite, reptando sobre el sustento y el hábitat de cientos de palmeros y palmeras que observan cómo la lengua de lava va sepultando sus horizontes humanos con siniestra parsimonia.

Es difícil sustraerse a lo que tiene de espectáculo este vómito maldito de las entrañas del planeta. Con una sociedad que televisa el instante cuesta no hurgar en la atracción natural bombardeada con miles imágenes que intentan rivalizar en tremendismo y sobrecogimiento.

Pero bajo el cielo que acoge toda esta cohetería de piroclastos y cenizas, y bajo la serpiente negra que se desliza cruelmente sobre las casas de nuestros compatriotas hay otro latido que resulta menos atractivo para las garras de la curiosidad: el dolor, la desolación, la incredulidad.

Decía al principio que me resultaba difícil encerrar en un solo vocablo la dimensión de la tragedia. Tampoco es fácil verbalizar el sentimiento que me embarga. Solo hago votos por no olvidarme de los seres humanos que lo han perdido todo. Confío en quienes tengan más cabeza y más responsabilidades que yo para organizar el despliegue de solidaridad que se necesita en estos momentos, porque no sé cómo tomar iniciativa. Sí sé que no podemos dejar solos a los damnificados.

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Remendar la esperanza

Está extendida la práctica de la consulta terapéutica para ahuyentar las fobias, para fomentar el autocontrol emocional o para superar adversidades ocasionales. La mente es tela falible y sufre descosidos por donde el hilo de la vida cuerda pierde itinerario y busca inútilmente saltar de una orilla a otra del desgarro. Y ahí viene la costurera o el sastre a remendar con sus mañas de urdimbre hechicera el roto hendido en la piel del alma. (No puedo olvidar que soy hijo de una modista que pasó su vida zurciendo en silencio el paño que me cubre y me mantiene en el lado de las personas afortunadas).

Son conocidos hoy muchos de estos desarreglos y sus posibilidades de reparación. Algunos de ellos están asistiendo lamentablemente, por el volumen de afectados, a un proceso de institucionalización que no habla bien de la línea de progreso que debería seguir esta sociedad hipercomunicada. Pero he aquí que en medio del clamor masivo para conseguir curar la soledad, que se extiende como una mancha de aceite en tantos hogares, anónimos por imperativo social, me encuentro con una amiga conocida y oriunda de un país eslavo, que asiste a terapia para corregir un desarreglo singular. Le pide a su terapeuta que le devuelva su natural sociable, perdido en el vicio de la independencia y la elevada dosis de misantropía que circula por sus venas. Es decir, quiere que la ayude a recuperar el gusto por vivir en convivencia porque ha desaparecido su apetito de rodearse de humanidad. No es que sienta impotencia para trabar relaciones, es que se ha desactivado su necesidad genética de tener gente a su alrededor.

Desconozco si este caso está extendido, pero que exista me hace pensar en que la tela de la que estamos constituidos se rasga por cualquier trama, que empieza por una hebra que se echó fuera de la textura, dentro de la propia tejedora que forma nuestro organismo, o por un desgarro externo como un cruce de navajas que nos rajaron de arriba abajo y nos dejaron hechos un guiñapo. Y nuestra tendencia -y nuestra voluntad- a rozarnos para ganar en cuotas de humanidad se ve estremecida. Pero por grave que sea el asunto, y los jirones que nos queden, tenemos un auxilio que se sienta frente a nosotros y saca su aguja y el hilo de su paciencia y comienza a acompañarnos en el zurcido de nuestro afectado equilibrio. Como en el caso insólito de mi amiga. Incluso en otro frente más público, hay países que se han hecho eco de la magnitud del problema y lo han convertido en causa política. Reino Unido y Japón han decidido crear un ministerio de la soledad.

Mientras desgrano con morosidad de monje los entresijos de este asunto tan occidental, me entran como ametralladas las noticias sobre Afganistán. Y me cuesta imaginar los hilos que les quedan a las mujeres y los hombres afganos para rehacer el paño de su esperanza. Y me revuelve desconocer a ciencia cierta si hay sastres y costureras suficientes que se sienten frente a ellos, así como si algún día los navajeros que han desgarrado su futuro tendrán su justa penitencia.