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Tarantino

Fui a ver la última película de Tarantino. Transcurre una media hora aproximada del metraje y se suceden las escenas trufadas de una violencia grotesca que rozan el esperpento, y como ocurre con las películas del director estadounidense provocan una conmoción de cartón piedra muy vecina de la risa. Lo esperaba. Como también esperaba que los protagonistas nos redimieran a los espectadores con la justicia poética tan próxima a la risa con que nos suele obsequiar el cineasta. Hasta que llega un instante, mejor dicho, hasta que me llega un instante en que me sobresalto. Aparecen en pantalla los personajes de Sharon Tate y Roman Polanski. En el momento en que Margot Robbie, intérprete de la malograda actriz, ocupa el primer plano de la pantalla, con su cabello rubio y el aire de sensual y frívola muchacha de las películas españolas de los 60, me ataca un aviso de muerte que me incomoda.

Pesa la historia de aquel asesinato macabro en los ojos de mi memoria, y según se van aproximando los vientos ruines de la secta que lo perpetró entro en una tensión que me obliga a revolverme en la butaca. Deseé tener a mano un puntero para pasar rápido por encima de las escenas cruentas que se avecinan, pero ahí estaba, en la butaca del cine, cautivo y desarmado esperando la derrota.

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El monstruo

Normalmente suelo llevar al monstruo con correa y bozal, pero hay días en que está demasiado salvaje y tira y se me suelta, y tardo en reengancharlo, y cuando lo recupero ya ha hecho de las suyas. Hace poco, sin ir más lejos, se me soltó y fue a dar con un joven indolente que estaba sentado en un asiento de la guagua, bien repantigado y con los pies en el asiento frente al suyo pringándolo a placer con sus zapatos. Cuando se levantó el monstruo le cogió un pulóver que llevaba en la cintura y limpió el asiento hasta sacarle brillo, para espanto del muchacho.

En otra ocasión, coincidió con un motorista que acababa de pasar por delante de nosotros pegando un acelerón estremecedor como un seísmo. El monstruo cogió al susodicho con su moto y se metió con él en un ascensor y dio cinco o seis acelerones de idéntica magnitud, y según dicen el infeliz busca por el suelo sus tímpanos maltrechos como quien busca unas lentillas.

Es así, se desmelena y tritura el civismo con un albedrío de bestia que me produce miedo. A veces, también, se me suelta y se coloca al lado de un tipo que habla por el móvil pregonando su conversación con decibelios propios de un don Pelayo en Covadonga. No tarda en parapetarse frente a él y comienza a berrear hasta que el pregonero apaga su móvil o huye despavorido.

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Empacho léxico electoral

Escribo este texto para librarme de la intoxicación que produce en el idioma el lenguaje electoral. Como el antiguo limpiabotas que armado de cepillo y betún trataba de recuperar para el atuendo los zapatos empolvados, agrietados o manchados, así me quiero ver en mi soledad amante de las palabras, intentando raspar la costra de vicio y manoseo que se ha ido asentando sobre ellas. A veces con mi propia complicidad, porque no he podido (o no he sabido) imponer otros términos más justos y menos sobados.

Cuánto daño han sufrido palabras como apostar, luchar, defender. Han apostado los voceros de turno inyectando a la apuesta una dosis de vehemencia guerrillera, como si acudieran al frente a exhibir una originalidad que les otorgara rango de héroes. Antes de la propuesta o de la respuesta se lanza la apuesta, batiéndose en duelo dialéctico con las defensas y las luchas, que se aferran a la jerga altisonante de los candidatos para que su discurso suene a arenga de campeador que sale a buscar enemigos invisibles en el desierto de los tártaros. Y al final las palabras apostar, defender, luchar van pereciendo de inanición, gastadas, anoréxicas, inútiles porque no suenan a nada, solo a verborrea convencional, y nos resulta fácil imaginar a sus locutores sentados plácidamente en una silla o enfebrecidos ante un micrófono masticándolas como quien lo hace con el mismo chicle en la boca desde hace una semana.

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