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Visión delirante de Las Canteras (II)

Esta vez fue Millás quien me llamó y contaminó la mirada absorta sobre la playa. Me recuerdo preso de un sopor que fue envolviendo los sentidos hasta dejarlos a expensas del delirio. Cuando sonó en mi cabeza el teléfono, no me sobresalté, ni hice por atender ningún dispositivo. Solo dije ¿sí? Y me habló Millás. Me preguntó si ya estaba sobre ella. ¿Sobre quién?, le dije. Sobre la ola. Ah, le contesté. Puede que sí, añadí. Entonces cierra los ojos, me dijo, y solo usa el pensamiento para evocar a Octavio Paz. El resto, para ella, para la ola. Yo te estaré viendo y contaré lo que te ocurre, terminó.
Y fue así como me acosté sobre una ola, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre mi pecho. Noté que reposaba sobre una humedad llevadera, que no penetraba en la piel. Había aprovechado una ola liviana que moría y resucitaba con la suavidad de la bajamar. Sentía las ondulaciones del arrullo y en cada viaje desde altamar a la orilla aquel ambiente de sal y densa maresía agregaba nuevos ingredientes a mi nueva identidad.
La incansable melodía del rugido constante, el respeto por la placidez que me brindaba aquella ola, el figurado brillo de las estrellas durante la noche, la sensación de conquista de la inmensidad, todo parecía convocado para llenar de gozo la definitiva estancia en el mundo.
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Visión delirante de Las Canteras (I)

Absorto con la contemplación del mar desde algún punto de Las Canteras, rompe mi embeleso una extraña llamada proveniente de no sé qué interlocución inmaterial.
-¿Diga?, pregunto.
-Joven, me dice una voz, hablo en nombre de la Trinidad Hispanoamericana. Como quiera que en el limbo en que nos hallamos no nos queda más sentido que el de un remoto paladar literario, lo hacemos depositario de nuestra devoción por la vida y le pedimos que nos diga qué ve en este instante.
Les ahorro los pormenores de una conversación que ganaba en extravagancia a medida que se alargaba en mis oídos incrédulos. Solo les diré que la tal Trinidad la formaban García Márquez, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, que en algún lugar del parnaso debieron de sentir el amargo tedio que provoca la eternidad y notaron el cascabeleo de este humilde vago dedicado al oficio baldío de delirar sin fiebre.
Le dije a la voz que comenzaría con García Márquez y que intentaría hablarles a cada uno en su idioma inmortal.
¿Qué veo, querido Gabo?
Embutidos en sus trajes negros de neopreno, confiados a la dulce esclavitud de su aleta de escualo fibrosa y grácil, los hombres peces, enterrándose una y otra vez en el vórtice espumoso del oleaje y resucitando victoriosos sobre sus crestas en una levitación de sal y yodo, como el santo de un paso procesional, habrán de recordar el día en que fueron de arena y sabían qué era un secadal y comían carne al calor de las brasas de una retama agostada. Hasta que se dejaron embriagar por el olor de las algas marinas y Neptuno les regaló las agallas y las escamas que hoy los retienen en el mar perenne sin la nostalgia de la tierra caduca.
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