Aplauso
Fue al terminar de aplaudir desde la ventana cuando me di cuenta. Todos habían dejado de batir palmas mientras que en mi cabeza seguía sonando el aplauso, como si mis oídos dispusieran de algo parecido a una retina fijadora. Antes de cerrar mi ventana eché un último vistazo a las de mi alrededor, por si quedara todavía algún rezagado que fuera el autor de las palmadas. Pero no localicé a nadie. Unas manos, no sabía si las mías, continuaban batiendo por dentro y en las paredes de mi cráneo rebotaba un aplauso inacabable y acompasado. Lo que en principio interpreté como el eco de la agitación emocional de aquellos días se fue convirtiendo en un runrún molesto y extraño que comenzaba a impacientarme. Encendí la tele con la esperanza de que el guirigay de algún programa de chismes se sobrepusiera al tableteo interior que me asediaba. Y en la profusión de los aplausos artificiales de los asistentes al plató de aquel festín de banalidades parecía que los míos se disolvían y me devolvían el silencio que tanto necesitaba. Pero fue una ilusión momentánea. Cuando remitía el bullicio televisivo, ahí seguían las manos dale que te pego.
Me preparé la cena acompañado de aquel sonido incómodo. De vez en cuando me tapaba los oídos en un gesto tan instintivo como inútil que no hacía más que ampliar la caja de resonancia que formaba mi cráneo. Resignado a comer con tan pesada compañía, decidí que tenía que reconvertir la situación de asedio sonoro y retorcer mi cordura para darle otro cariz al aplauso. Y antes de empezar a cenar, frente a mi bocadillo y mi manzana reineta como únicos espectadores, improvisé un discurso en un intento de que mi voz ahogara el ruido insistente:
Gracias, queridos amigos. Inmerecidos aplausos para este humilde servidor que no tiene más mérito que sobrevivir una noche más a este confinamiento involuntario. Gracias, de nuevo. Con el permiso de su generosidad procedo a darle una mordida a este bocadillo que me mira con ojos de desconsuelo, sin que ello suponga que menosprecio la estima que me brindan sus aplausos. No hay de qué. Bravo por ustedes también. Un honor esta aclamación espontánea a un acto tan vulgar. Y ahora a por la manzana. ¡Basta, por Dios!
Terminé de cenar aturdido y con sensación de ridículo por aquel ejercicio de impostura que no había logrado más que aplazar la extraña y machacona compañía. Preso de una irritación que me empezaba a sacar de quicio, me impuse una consigna tajante: no volvería a aplaudir en mi vida. Recogí y me fui a la cama dispuesto a leer. Suponía que la lectura no iba a ser la cataplasma con que pudiera hacer oídos sordos, pero al menos contribuiría a sacarme por un rato de aquella invasión sonora y cogería las riendas de mi atención distrayéndola del mundo sensible como suele ser habitual cuando leo. Al fin y al cabo, en otras ocasiones, lo he hecho con música, por lo que la experiencia no tendría que resultarme ajena.
Me fui hacia las estanterías de mi biblioteca con una fijación: no podía leer a otro que no fuera Kafka. Apenas abrí las páginas de su antología, y mientras continuaba runruneando el impertinente palmeo, una pregunta aguijoneó mi curiosidad. ¿Qué hubiera hecho el escritor checo con este aplauso interminable? Lo hubiera convertido en una aparición ordinaria en una realidad que se empeña en presentarse como un exotismo que no tiene que ver con nosotros. Quizás hubiera cogido las manos que aplauden y las hubiera llevado hasta lo insondable de algún cuerpo infectado y al modo con que se aplastan mosquitos por el aire las hubiera soltado a su albedrío para cazar intrusos nocivos y cojoneros. Son esas manos a un tiempo aplaudidoras e inmunizantes las que van apretando bichos apostados en cualquier esquina del organismo cuyo oficio no es otro que jeringar. El aplauso de Kafka encierra toda la ira por el desastre para soltarla en cada batida de palmas cuando las manos aplasten el microbio, y noto para confirmarlo el estallido de los glóbulos demoníacos como cuando nos reventábamos los granos de nuestro acné adolescente.
El cuento kafkiano me va embelesando, los párpados se me caen y entro en el sueño siguiendo la estela de un aplauso que no es aclamatorio sino que destripa con furor un bicho coronado que va cayendo abatido como una burbuja que explota y desaparece. Cuando desperté por la mañana después de un sueño intranquilo me encontré sobre la cama convertido en un gladiador inmune y plausible.