Festival de Cine de San Sebastián

Nunca había venido al Festival de Cine de San Sebastián. Como a casi todos, me resulta un episodio familiar desde hace mucho tiempo. Por ese ejercicio de perpetuación virtual que realiza la televisión, me sonaba incluso el rugido de las olas rompiendo en las playas de Donosti, los últimos rayos del sol veraniego saludando el otoño y el glamour de las celebridades fotografiándose a las puertas del Kursaal. Pero este año he venido, gracias a mi condición de jubilado y a la curiosidad repentina aguijoneada por un viaje de última hora.

La experiencia ha valido la pena. Ha sido un atracón de cine, de distinto pelaje, con horarios estrambóticos para mis costumbres ociosas, con jornadas que me hacían recordar a las de sesión continua de mi infancia en el Cine Parroquial de Escaleritas. Pero ha supuesto algo más que el consumo desaforado de metraje y celuloide.

En primer lugar, la propia oferta. He disfrutado de la variedad. Donosti se erige en un enorme escenario donde artistas de la creación visual despliegan sus mantelerías de colores para ofrecer lo que su magín (y su oficio) ha estado macerando durante tanto tiempo. Aprecio por principio todo lo que los creadores fraguan en sus talleres. Quizás porque, a mi humilde manera, sé lo que implica el parto de una creación y la angustia que genera la ignorancia del eco que tendrá en sus consumidores. Vaya, pues, mi reconocimiento a todos ellos. Pero todos saben que tendrán que bajar al ruedo y lidiar con el toro indomable del gusto, el canon y la arbitrariedad crítica.

 

Me gustó la obra de Amenábar. Es poderosa. Levanta de nuevo las alfombras del horror. Fascinantes los dos actores principales. Me gustó The song of names. Puesta en escena de otro asunto no menos atroz: el Holocausto; si bien abordado desde una historia familiar entreverada de música y misterio. Me gustó Hasta siempre, hijo mío, una película china, con estética oriental, silencio oriental y sentimiento oriental que, sin embargo, se universaliza en el corazón herido de cualquier ser humano sensible. Y también me gustó el resto, casi todo, salvando alguna apuesta que no acabó de tocar en las cuerdas de las emociones.

Hubo dos constantes que se repitieron en casi todas las películas: la violencia y el silencio. Hubo ocasiones en que el cuerpo me pedía un respiro para tomar aire y sumergirme de nuevo en ese instinto desbocado de la agresividad y esa navaja de filo acerado que es la incomunicación, la ausencia de palabras que acaricien. Pero me doy cuenta de que forman parte del canon, de lo que tiene gancho entre los cinéfilos avezados. Salpicas dos cuerpos de seres ordinarios con unas gotas de gasolina y prende el incendio que todos al parecer llevamos dentro. Y luego, el silencio, la mirada, la expresión gestual que camina sola por la pantalla y tañe en nuestros oídos expectantes y nos habla de lo que nosotros mismos nos decimos a diario. Vi algunas películas en que la lentitud callada se derramaba por la pantalla como una mancha de aceite que buscaba el paño fácil de la somnolencia. Pero de pronto una frase, un latigazo verbal excitaba nuevamente la atención, y la bobina pesada de mi interés volvía a engranarse y a conmoverse. Una frase, una aproximación de la vida de una persona a otra solo a través de una frase. Y todo lo demás era silencio, pero silencio ruidoso que advertía de lo que nos espera si menospreciamos la palabra, y el amor, claro.

Me despido de Donosti con grato sabor de boca (dicho con todo el sentido gastronómico y artístico que ya se imaginan). Rodeado de gentes de todo el mundo y agitados mis oídos por ese idioma imposible del euskera que me invade de erres y vocales abiertas por las calles y plazas de esta hermosa ciudad marítima. Me voy pensando una vez más en la condición humana, lo que me apasiona. Pero me llevo muchas horas de arte que enaltecen el espíritu creador del individuo que busca emerger de entre las olas gigantescas de anodina realidad. Agur.

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