El Quijote y la posverdad
Yo lo achaco al vicio de escuchar la radio. Si el Ingenioso Hidalgo fue víctima de un empacho de novelas de caballerías y a la Bovary la condenó la indigestión de ensueños románticos, a este amigo del que les hablo debió de afectarle su endiablada costumbre de escuchar la radio día y noche, con sus mediodías y sus duermevelas, pasando de un dial a otro con mudable desidia sin reparar en los colores y excesos de la verborrea herciana.
Debió de ser una ensaladilla de comentarios, sucesos y desatinos que ya bajaba descompuesta hasta sus tripas, el caso es que Alonso, llamémoslo así como tributo al nacional delirio y para no revelar su identidad, se levantó una mañana y camuflado de operario de la limpieza se introdujo casi al alba en los estudios de Es.radio y esperó a que llegara Federico Jiménez Losantos para hacer su programa diario. Mientras aguardaba la entrada en escena del ínclito periodista, Alonso me llamó, tal vez para amortiguar la furia (o el desvarío) con que iba dispuesto.
—¿Sabes qué hora es, Alonso?
—Ya. Estoy en los estudios de la emisora de Jiménez Losantos.
—¿Qué dices?
—Voy a demostrarle que la posverdad ya estaba en El Quijote.
—¿Qué disparate me estás contando?
—Recuerda. ¡Señor, que son molinos! ¡Calla, Sancho, que no estás cursado en esto de las aventuras! ¡Plas!, zurriagazo de Quijano contra las aspas. ¿Qué le decía, señor? ¡Calla, amigo, que las cosas de la guerra están sujetas a continua mudanza y el sabio Frestón me ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento, tal es la enemistad que me tiene, etc., etc., ¿te das cuenta?
—Pero…
—Te tengo que colgar. No dejes de escuchar hoy la tertulia de Federico.
Y me dejó sumido en una perplejidad de frenopático. Ya no pude pegar ojo y no hacía sino mirar el reloj para sintonizar el dial de Es.radio a la hora del comentario.
No sabéis lo que me acaba de ocurrir —comenzaba el periodista dirigiéndose a sus contertulios—. Un chiflado vestido con una armadura y un yelmo de plástico, con un palo de escobillón en la mano se me planta delante de mis narices y me suelta:
¡Tente, ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo y no te ha de valer tu cimitarra! ¿Acaso no sabes ante quién vas a soltar tu diatriba endemoniada? Soy el valeroso Simón Maduro de las caraqueñas tierras, valedor de los desvalidos sin monedero y servidor de mi señora la sin par Irenea de los Monteros. Guárdate de erigirte en juez de lo que solo en la justicia cabe y lava con Fierabrás la mugre de tu lengua viperina. Y como la orden de caballería que represento me obliga a defender que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, y como no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello, te conmino a que guardes tu espada y solo la desenvaines para defender a los menesterosos y a quienes esperan por que la justicia de los hombres repare los agravios que los asedian.
Luego —prosiguió Federico— vinieron los de seguridad y se lo llevaron.
—Un verdadero despropósito —exclamaron los tertulianos—. ¿Pudiste verle la cara?
—No, pero aquí viene lo más grave. Resulta que en el forcejeo con los de seguridad el yelmo se desencajó de la cabeza del cenutrio y ¿a que no adivináis qué asomó por la trasera del casco? ¡Sí! Una coleta, y no digo más.
—Bah, Federico, no puede ser, ya sería el colmo de la ignominia —dijo uno.
—Solo faltaba que apareciera también Sancho Panza —se carcajeó otro.
—Calla. Y atended al estrambótico corolario de la chifladura. Un tipo lo esperaba fuera del estudio.
—¿Un cómplice?
—Sin duda.
—¿Y cómo lo sabes?
—Iba montado en una silla de ruedas.
—Admirables estos advenedizos.