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Tarantino

Fui a ver la última película de Tarantino. Transcurre una media hora aproximada del metraje y se suceden las escenas trufadas de una violencia grotesca que rozan el esperpento, y como ocurre con las películas del director estadounidense provocan una conmoción de cartón piedra muy vecina de la risa. Lo esperaba. Como también esperaba que los protagonistas nos redimieran a los espectadores con la justicia poética tan próxima a la risa con que nos suele obsequiar el cineasta. Hasta que llega un instante, mejor dicho, hasta que me llega un instante en que me sobresalto. Aparecen en pantalla los personajes de Sharon Tate y Roman Polanski. En el momento en que Margot Robbie, intérprete de la malograda actriz, ocupa el primer plano de la pantalla, con su cabello rubio y el aire de sensual y frívola muchacha de las películas españolas de los 60, me ataca un aviso de muerte que me incomoda.

Pesa la historia de aquel asesinato macabro en los ojos de mi memoria, y según se van aproximando los vientos ruines de la secta que lo perpetró entro en una tensión que me obliga a revolverme en la butaca. Deseé tener a mano un puntero para pasar rápido por encima de las escenas cruentas que se avecinan, pero ahí estaba, en la butaca del cine, cautivo y desarmado esperando la derrota.

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Billie Holiday, amarga cosecha (bitter crop)

El 17 de julio se cumplieron 60 años de la muerte de Billie Holiday. Su recuerdo siempre llega envuelto en su voz de terciopelo, atribulada y única. Valga este artículo como homenaje de un admirador que ha llenado vacíos sentimentales con la inmortalidad de sus canciones.

En noviembre de 1938, la mente preclara y abyecta de Joseph Goebbels, a la sazón ministro de propaganda de Hitler, impulsaba un pogromo (un linchamiento racial) contra judíos alemanes, episodio que pasaría a la historia con el triste y novelesco nombre de La noche de los cristales rotos. El resultado no fue más que un amargo adelanto de lo que sobrevendría luego: doscientas víctimas, saqueos, expulsiones y una lección soberana de atrocidad. Meses más tarde, al otro lado del Atlántico, en el Café Society de Nueva York, un profesor judío de origen ruso entregaba a Billie Holiday una canción que había compuesto hacía unos años, horrorizado por una fotografía donde aparecían dos hombres de raza negra recién linchados. Strange fruit se llamaba la canción y hablaba del «extraño fruto que cuelga de los álamos… los ojos abultados, la boca torcida, el aroma de las magnolias, dulce y fresco, y de pronto el olor de la carne quemada…». Parecería una forzada sinergia de dos hechos tan distantes en el espacio, pero mirándolos desde la fría atalaya de la historia, da la impresión de que debieron de surgir de la misma marmita donde borboteaba el horror por ese tiempo.

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