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¿A qué huele?

Uno entra en El Corte Inglés a través de la planta baja y lo recibe una nube de perfumes que de inmediato captura su olfato para conducirlo por los pasillos que llevan hasta el culmen del bienestar. Ese olor se convierte en un grillete amable que embriaga y transforma la acritud de la calle en fragancia balsámica. Nos entregamos a esa seducción aunque vayamos con prisas, porque en el fondo nos agrada esa transición momentánea al umbral del lujo, aunque seamos austeros o reneguemos del consumismo feroz que nos provocan los señuelos publicitarios.

Escuchando y leyendo a Marta Peirano, una joven que ha escrito El enemigo conoce el sistema y da charlas sobre la vigilancia de las tecnologías sobre los ciudadanos, se descubre que en el aparato multimedia que las empresas ¾y los estados¾ despliegan sobre nosotros para capturarnos como clientes, usuarios o identificados objetos manipulables el olor es un factor con una potencia seductora brutal, capaz de ofrecernos una felicidad administrada como las familiares pastillas de caldo saborizantes.

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Los rostros de Mefistófeles

La vejez y la muerte tienen tal fuerza amedrentadora que nos producen ciertos sobresaltos que acaban alumbrando los sótanos perversos de la curiosidad y la imaginación. Basta con comprobar la excitación que ha producido la aplicación FaceApp para concluir que en cuanto se abre una rendija a la especulación con el tiempo y la edad se desboca la inquietud por anticiparse a lo que nos depara el futuro.

Circulan ya con alto grado de popularidad, y gracias a la mentada aplicación, los rostros transformados de muchas celebridades que lucen palmito con su piel apergaminada pero manteniendo ese soplo de elegancia y circunspección como si nos anunciara que el vendaval de la edad es solo brisa acariciadora sobre nuestros cuerpos. ¡Cómo estarán esas próstatas, y esas artrosis, y esa pereza del organismo para admitir las ideas nuevas! Eso sí que no lo modifica este nuevo juguetito digital.

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Risco Caído, la identidad

La declaración de Risco Caído y Montañas Sagradas de Gran Canaria como Patrimonio de la Humanidad es un acontecimiento importante. Además del aporte cultural, el reconocimiento a un descubrimiento de primera magnitud, la repercusión mediática y la propia entidad del monumento reconocido, que es un alarde de belleza de ingeniería, magia e historia, el hecho me resulta útil para recuperar (o refrescar) la idea de identidad, tan zarandeada en ocasiones tal vez por contagio de tentaciones maximalistas.

La identidad se me antoja necesaria a pesar de lo inasible de su naturaleza. Porque el anclaje en el pasado es un acto de voluntad que crea un vínculo, emocional si se quiere, pero también nutricio de la raigambre, que va más allá de la nostalgia por una sociedad idealizada o pintoresca para situarse en la necesidad del ser humano de poseer un pasado que contar. Narrar nuestros orígenes constituye algo más que un adorno. Hablar de nuestra realidad de pertenencia nos otorga un sentido de la historia y nos recuerda que somos herederos, no dioses autosuficientes ni meteoritos caídos del cosmos ignoto. Nos recuerda, en feliz lirismo de Whitman, que estás aquí, que existe la vida y la identidad, que prosigue el poderoso drama.

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