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El monstruo

Normalmente suelo llevar al monstruo con correa y bozal, pero hay días en que está demasiado salvaje y tira y se me suelta, y tardo en reengancharlo, y cuando lo recupero ya ha hecho de las suyas. Hace poco, sin ir más lejos, se me soltó y fue a dar con un joven indolente que estaba sentado en un asiento de la guagua, bien repantigado y con los pies en el asiento frente al suyo pringándolo a placer con sus zapatos. Cuando se levantó el monstruo le cogió un pulóver que llevaba en la cintura y limpió el asiento hasta sacarle brillo, para espanto del muchacho.

En otra ocasión, coincidió con un motorista que acababa de pasar por delante de nosotros pegando un acelerón estremecedor como un seísmo. El monstruo cogió al susodicho con su moto y se metió con él en un ascensor y dio cinco o seis acelerones de idéntica magnitud, y según dicen el infeliz busca por el suelo sus tímpanos maltrechos como quien busca unas lentillas.

Es así, se desmelena y tritura el civismo con un albedrío de bestia que me produce miedo. A veces, también, se me suelta y se coloca al lado de un tipo que habla por el móvil pregonando su conversación con decibelios propios de un don Pelayo en Covadonga. No tarda en parapetarse frente a él y comienza a berrear hasta que el pregonero apaga su móvil o huye despavorido.

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Vidrio y libertad

Depositar un envase de vidrio en el contenedor, además de la demostración de civismo, puede convertirse en un acto momentáneo cargado de evocaciones metafóricas. Cuando en casa o en un restaurante se rompe una copa, un vaso o una botella se produce un estrépito que anuncia desgracia. El objeto que existía hasta hace nada se quiebra y pierde su entidad. Hay un instante de sobresalto que interrumpe el hilo de lo que estábamos haciendo y nos obliga a reparar en el percance, para luego regresar con normalidad a nuestra obligación con la rutina. En nuestra cabeza se produce un lapso mínimo de tiempo en el que habita una cierta inclinación a la sanción que bien podría resumirse así: esto no debió suceder.

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