¡Qué bien, la cárcel!

Hace un tiempo estuvo rondando por mi cabeza una idea con forma de argumento que tuvo posibilidad de convertirse en relato. Pensé en un edificio en el que habita una denominada comunidad de vecinos. Son individuos con diferentes perfiles reconocibles en cualquier edificio de una gran ciudad. Parejas, solitarios, ancianos, familias con varios niños, procedentes de diversos lugares geográficos. La construcción es moderna y cuenta con un refugio antinuclear. Una crisis de algún tipo ocasiona una guerra y los vecinos se ven obligados a recluirse en el refugio.

Allí deben permanecer durante un tiempo y comienzan a desarrollar actitudes de convivencia desconocidas hasta entonces en el estado de aislamiento en que se había convertido su experiencia vecinal en el edificio. Los individuos se conocen entre sí y descubren que hay una forma de vida distinta y posible, y más satisfactoria, con quienes eran hasta ahora unos extraños sujetos dignos tan solo de una moderada dosis de cortesía. Cuando la guerra termina y los refugiados deben volver a sus casas, regresan a la forma de vida anterior fronteriza e individualista. Pero en cada piso flota un sentimiento común de nostalgia por el refugio. Y en secreto cada vecino mira de continuo las noticias con la esperanza de que se desate una nueva guerra.

Esta épica hiperbólica y un tanto grotesca, todo sea dicho, dejó dormido este argumento en el barbecho de los borradores a la espera de que una maceración adecuada pudiera dar algún fruto. Hasta que me encontré con la historia de Akihiko Inoue.

Akihiko Inoue tiene 75 años y vive en el barrio de Kotobuki, en Yokohama. Fue un linotipista muy preparado en una de las imprentas más prósperas de la ciudad, que con el avance de la tecnología ha desaparecido del mapa de los negocios. Akihiko se jubiló obligatoriamente a los 60 años y en el momento de su retiro ya había perdido a su esposa, víctima de una enfermedad degenerativa. No tuvieron hijos y sus parientes más cercanos, escasos ya por fallecimientos, apenas si mantienen contacto con él. La pensión no llega a los 8.000 euros anuales, lo que le resulta de todo punto insuficiente para cubrir el alquiler, la comida y otros gastos domésticos, aparte del derivado de los medicamentos con que palía el asma que lo ataca cada poco tiempo.

Akihiko Inoue sale a la calle todos los días para ejercitar el noble arte de la reverencia, pero nota que sus formas gentiles se van oxidando y solo le va quedando un revestimiento de ademanes que no llegan nunca a colmar su corazón solitario. Cuando llega a su casa todo lo que pudo ser floritura de cordialidad se desploma y el silencio cae como una losa al suelo de la vivienda.

Cierto día en que realiza su habitual paseo ceremonioso se encuentra de frente con el arresto de uno de sus conocidos, Hikaru, que sale esposado de un restaurante. «Acaba de robar un sándwich. Le caerán dos años. Afortunado él», le dice uno que ha visto la estupefacción en la cara de Akihiko.

Las semanas siguientes se entera de que otros conocidos han seguido la estela de Hikaru y ahora están en los calabozos aguardando el juicio. Incluso ha llegado hasta sus oídos que la señora Ena Himura ha cometido un delito más grave y que le espera una condena de muchos años. Lo que más sorprende a Akihiko es que el relator de todos los hechos termina su relato con un poso de envidia: Afortunados ellos, dice.

Un día Akihiko Inoue se detiene ante el ventanal del restaurante donde Hikaru cometiera su hurto. Está nervioso, paralizado, con la mirada en el reborde verde que forman los vegetales que sobresalen de un sándwich. Duda, porque toda la dignidad que ha cultivado en su vida le agarrota las manos. Pero en un fulgor repentino recuerda la sonrisa de Hikaru cuando salía esposado, la conversación desenfadada que mantenía con los policías, sus ojos rasgados abiertos de felicidad. Y Akihiko Inoue entra en el restaurante y comienza a meterse en sus bolsillos uno, dos, tres sándwiches.

Nota de prensa: La pensión insuficiente, la temprana edad de jubilación y la soledad en la que vive más del 20% de los mayores de 60 años ha empujado a parte de la población anciana a buscar en las cárceles un nuevo refugio. Las estadísticas de criminalidad están volviendo a subir en Japón como consecuencia de los hurtos en las tiendas cometidos, precisamente, por los japoneses mayores de 60 años. Según datos de la Policía, casi cuatro de cada diez hurtos son perpetrados por ancianos, el doble que hace una década.

 

3 opiniones en “¡Qué bien, la cárcel!”

  1. Este artículo debería estar censurado. Como dirían los nostálgicos del orden -tan desbocados en la actualidad-, contiene ideas «subversivas» para la creciente población jubilada entre la que me incluyo. No nos den ideas…

  2. Paradojas de la vida en la sociedad en la que vivimos. Cárcel como antídoto al cada día más preocupante problema de la soledad de las personas mayores. El verdadero factor de deterioro vital de cualquier persona, pero especialmente de las que ya está jubilada y sin familia es el de la soledad. Mata más que muchas enfermedades reconocibles. De ahí que proyectos de convivencia como el «cohousing», de viviendas colaborativas y autogestionadas para vivir de otra forma la vejez sean una de las respuestas -no la única- a esta problemática de nuestros tiempos. Aterrizando el asunto en el plano personal, la pregunta es evidente: ¿cómo me gustaría vivir mi vejez y qué puedo hacer para conseguirlo?.

  3. Acabo de cenar un sandwich con huevo, aguacate y queso. Me hubiera encantado compartirlo con Akihiko. ¡Este mundo sigue muy mal repartido!

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