El lenguaje de los gimnasios

Existen lenguajes universales. La música. Euterpe, la musa de agradable genio, se encargó de crear una gramática que atravesara fronteras. Cualquier individuo puede identificar una melodía y hacerla hablar en sus oídos, por ejemplo, para el deleite, para la ilustración o para evocar recuerdos. El arte. La creación artística moviliza el sentido del gusto y lo sitúa siempre en algún grado de su emoción estética. La danza, el deporte, el teatro de sombras, todos encierran un sistema de signos que no necesitan traducción para provocar un efecto inmediato en quienes los perciben.
Montado sobre la bicicleta estática de un gimnasio, dando a los pedales con más fuerza mental que física, contemplo el paisaje humano que se despliega ante mi vista y deduzco que hay un código común, una sintaxis de gestos, conductas, poses e intenciones que tampoco requieren una exégesis elevada para revelar su significado. Y todo en ausencia total de la palabra. Entonces ¿cuál es el texto que se genera en esos infiernillos del colesterol y la grasa?
En un gimnasio hablan los músculos, la orografía de fibras en el cuerpo de los eternos aspirantes a culturistas y sus bíceps embutidos como en una tripa transparente y a punto de reventar en cada levantada inverosímil de pesas y mancuernas. Hablan los gemidos agónicos de los tipos que llevan hasta el límite su fuerza ciclópea. Habla el rostro desbaratado por el agotamiento feliz tras alcanzar el número triunfal de abdominales. Hablan los chasquidos de los aparatos de tortura llamando con seductor flirteo a las articulaciones devotas del castigo. Habla el sudor, único fluido autorizado y acreditativo de la entrega patriótica al festín del gimnasio. Hablan las mallas y las camisetas de asillas ceñidas y con aspiración subcutánea. Hablan las zancadas y los pedaleos absurdos de quienes empujan sus huesos durante kilómetros de nada. Hablan las contorsiones, las flexiones, los desafíos convertidos en garabatos corporales. Hablan los resoplidos, los torbellinos de dióxido de carbono dándose codazos con el oxígeno en la nube densa del gimnasio.
Y hablan los espejos. La transmisión en directo y sin maquillaje de la verdad verdadera. Hay espejos que recogen el botín de tantas horas de sacrificio y lo devuelven repartido en las regiones del cuerpo donde despunta una hinchazón divina. Pero también hay espejos que un día tras otro aguantan la exhibición de quien se miente tensionando sus músculos para obtener un éxito efímero y luego regresarlos a la flacidez que les corresponde. Hay una memoria infinita de los espejos que retienen muchos momentos de vanidad y querencia propia, de gente que repasa una y otra vez el mapa completo de su figura e impreca contra el mundo porque nadie repara en la ausencia de grasas o en el relieve de su tableta abdominal. Y, por supuesto, hay espejos que no pueden evitarles a los pobres como yo la presencia de la sagrada curva, el almacén de los empachos y el sedentarismo que lucha por una utópica merma y se encuentra siempre con la abundancia de existencias.
En el silencio de palabras del gimnasio hay un idioma que nos uniforma a todos y anula toda extrañeza, permitiendo la convivencia intercultural de quienes persiguen esculpir en su cuerpo las sinuosidades de una escultura griega con quienes pretendemos escupir del nuestro todo el sobrante lípido que parece haber llegado para quedarse.

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