Un mundial de fútbol es una chistera de donde pueden salir cientos de historias que sacan a la luz comportamientos ejemplares de la diversidad que caracteriza a la condición humana en este planeta. Durante unos días parece aflorar la experiencia del Aleph de Borges, ese punto que contiene todos los puntos del universo, y nos convertimos en observadores cenitales de lo que ocurre en los rincones más extraviados.
Una de esas historias es la que protagonizan en una ciudad de Brasil, sancta sanctorum del deporte rey y, por ende, propenso a las excentricidades más llamativas, los integrantes de una familia forofa y patriótica hasta las cachas. Juega la selección carioca contra Costa Rica. Los brasileiros transmiten impotencia, arrastrada desde el empate contra Suiza. Se está terminando el encuentro y son incapaces de marcar un gol a los centroamericanos. De pronto en la familia de marras, la abuela Clarice, que va de un lado a otro del salón barriendo la impaciencia de los suyos a punto de destriparse por culpa de la ausencia de gol, coloca bajo el televisor donde los ojos se concentran histéricos una vela encendida. Lo hace con veneración de culto. Y antes de que pase un minuto, sin tiempo apenas para el primer chisporroteo del cirio, Coutinho marca un gol de bandera. El salón explota, ocurre un polvorín de alaridos y desmanes, y la abuela Clarice es cogida como una Virgen recién aparecida y llevada en volandas por todo el cuarto. Ella también grita y se convulsiona haciendo aspavientos con brazos y piernas.
De todo esto hay constancia por un vídeo que recoge la secuencia íntegra del episodio, incluida la desesperación previa a la elevación de la abuela a los altares.
El barrio todo se entera, la ciudad toda se entera, Rusia toda se entera. Ni el gato que despacha vaticinios a cambio de albóndigas de lata, ni el pulpo de Sudáfrica, aquí la auténtica augur es la abuela Clarice. Así queda consagrada. Ella es la que debe ser objeto de alabanza y a ella se entregan las selecciones desde Rusia. Pero cuán equivocados están todos, qué ingenuidad de creyentes por no saber interpretar la epifanía en casa de Clarice.
Cuentan los mentideros que la selección alemana, tan orgullosa y altiva por ser cuna del pensamiento más sólido de Occidente, preocupada por la trayectoria que llevaban en la fase de clasificación, pidió que el embajador teutón en Brasil se personara en casa de Clarice para que esta colocara una o dos o diez velas si hicieran falta ante el televisor durante el partido contra Corea del Sur. ¡Cuánta desgracia! ¡Cuánta filosofía almacenada en los anales de Alemania para luego errar en la más elemental invocación! ¡Qué humillación sobre la humillación de ser eliminados por unos modestos coreanos que solo peleaban por su dignidad!
La auténtica veneranda no era Clarice. Se equivocaron los sabios alemanes. Clarice es de carne mortal y solo actuó por un impulso individual porque ella era más hincha que los suyos. Su reacción solo fue el recurso a la Providencia cuando ya flaqueaban las piernas terrenales de los cariocas. El verdadero taumaturgo al que se le debieron elevar todas las oraciones fue el portador o portadora del móvil que grabó el episodio completo. Con qué poder adivinatorio esta divinidad oculta a los ojos del ser humano había presentido todo y había enchufado su dispositivo para inmortalizar el acontecimiento. Ese dios impasible con el móvil en ristre que iba recogiendo la algarabía sin implicarse en ella, sin hacerse mortal como los fanáticos terrenales. Esa es la naturaleza del Absoluto: ser invisible a los ojos humanos, darnos muestra de su omnipresencia, presentir el destino y postularse para cambiarlo.
Algún día sabrán los alemanes que no hubiera existido el Mesías sin los evangelistas que dieron testimonio de su presencia. Mientras tanto, nosotros, devotos de Santiago y cierra España, entonamos nuestra oración verdadera:
Oh, dios de la sombra, oh creador del youtube.com/watch?v=-f5dWxy6 , conduce con mano diligente mi mano y mi móvil para estar allí cuando triunfe mi país.
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